Confieso que en un primer momento me sorprendió y hasta puedo decir que no me gustó la idea primera de una reunión general de la Iglesia para ver la realidad de la pederastia, escuchar a las víctimas y tomar decisiones concretas y consensuadas para responder a los casos habidos y para evitarlos en el futuro. Lo primero que pensé fue que un Encuentro de esa complejidad no podría llegar a medidas concretas válidas para culturas, situaciones y países tan diferentes, como sin duda reclamarán muchos en su momento, con la dificultad añadida de que sería la ocasión para muchos medios y personas de aprovechar el tirón de la noticia para agrandar culpas y aumentar condenas.
El riesgo estaba y sigue estando a la vista, pero ahora creo que ha sido una iniciativa conveniente, una deuda aclarada y un ejemplo de gestión pública. Aunque serán muchos los que ni lo vean así ni lo quieran ver o lo exploten para sus intereses de hostilidad manifiesta. Ha sido un encuentro a los más altos niveles con ciento catorce presidentes de las Conferencias Episcopales entre otros muchos asistentes. Nunca se vio cosa igual, a no ser en concilios.
Y efectivamente el Encuentro, que me ha convencido en su desarrollo y en su metodología, me ha parecido necesario, positivo y hasta ejemplar. Nada más lejos que mostrarme satisfecho de lo sucedido; no sé qué y cuánto daría personalmente para que este abuso de la pederastia no se hubiera dado y ninguna persona hubiera sufrido semejante vejación. Lo digo de corazón. Ese crimen no lo borra nada. Además confieso, y no me tengo yo por inocente y despistado, que me han sorprendido poderosamente los casos de pederastia, por su cantidad, por su extensión mundial y casi más por la implicación en ellos de altas jerarquías. Confieso que, ¡a mi edad!, no tenía ni idea de semejante situación, aunque en España sean treinta y tres los condenados en estos cuarenta años.
Pero debo decir, y me lo digo a mí también, que la Iglesia, con el Papa al frente, han dado un paso cargado de valentía y del mejor evangelio. Ahora espero que las víctimas sean verdaderamente escuchadas y acogidas del todo y en todo. Quizás yo echaría en falta, por otro lado, una mayor dosis explícita de misericordia para con los abusadores, por muy pecadores o criminales que sean, pues de esto ni Jesús ni su evangelio parecieron hacerse problema. Y una cosa no rebaja a la otra, más bien lo contrario; incluso quiero creer que en la Iglesia el castigo y la misericordia tienen que ir siempre juntos.
Pero dicho esto, que me parece de justicia cristiana para un equilibrio difícil pero necesario aunque quizás pueda escandalizar un poco a no pocos, afirmo la fidelidad de la Iglesia al acometer este difícil camino hacia la acogida sin condiciones, la escucha amorosa, la reparación justa y las medidas para evitar con contundencia y eficacia estos abusos en el futuro. Es un acto de arrepentimiento público, de conversión general y de sanación en la raíz y en la copa.
Es verdad que la iniciativa la han tomado no la Iglesia sino las víctimas, contra viento y marea, contra desprecios y descalificaciones, pero lo cierto es que me sirve de ejemplo magnífico de conversión esta actitud nueva que atraviesa hoy a la Iglesia tanto en la base como en sus más altas jerarquías. No es que más valga tarde que nunca, es que llega un momento en que la comunidad se siente urgida por la cruda realidad y la afronta a la luz de la justicia y del evangelio. Y por ahí hasta donde se llegue. Me quito el sombrero y ojalá yo tome ejemplo y haga lo mismo cuando me sea necesario. Porque, aquí y en más situaciones, casi todos tiramos la piedra y apenas nos miramos a nosotros mismos.
Y me gustaría, y hasta lo espero, que otros espacios sociales, desde la familia o los colegios públicos hasta centros deportivos o de entretenimiento infantil o juvenil, comenzaran a hacer algo parecido. Son espacios a los que se estima que pertenece la inmensa mayoría de las víctimas y en los que se practica desde siempre el silencio y el ocultamiento, sin olvidar que el Código Penal no obliga a denunciar a familiares directos, con lo que se reduce notablemente el campo de la denuncia. Incluso, me atrevo a decir, que quizás algún artículo, como el 416 de la LEC, debiera ser revisado para los casos de pederastia y no consentir que nadie calle ni encubra ni siquiera los padres. Y me gusta repetir que para mí, aunque no me extraña que alguien no lo entienda, mi obispo es tan padre como mi padre.
De ninguna manera, absolutamente de ninguna, lo repito, quiero sacar pecho, pero sí subrayo, incluso para mi propia disciplina, la capacidad de la Iglesia Católica, con el Papa Francisco al frente, de juzgarse a sí misma y proponerse arrepentimiento, reparación y enmienda, aunque ahora hay que concretar las medidas y protocolos en cada país y en cada diócesis y eso lleva su tiempo y exige voluntad firme de hacerlo. Pocas veces, o mejor nunca, vi en la historia de las instituciones, colectivos y países un fenómeno cargado de semejante humanidad.
Yo amo literalmente a la Iglesia, me duelen mucho sus vicios y sus heridas, pero también me consuelan y me animan y me fortalecen mucho sus muchos gestos de fidelidad y me reconfortan, a pesar de los bien recientes pesares pasados y los que estén por venir, acciones como este Encuentro de la Iglesia universal para escuchar a las víctimas y acordar los pasos para cortar todo abuso en el futuro. Quedan otros campos más amplios y medio "consentidos", pero al menos en el campo eclesiástico se ha dado un paso de gigante en la protección de los menores.
Termino con un abrazo de reparación y disponibilidad hacia las víctimas, con otro abrazo de misericordia hacia los culpables y con el deseo de que jamás se repitan o sigan los abusos en ningún espacio social, sea el que sea.