Es extraño esto de las relaciones humanas. A veces estás con alguien todos los días y sientes que no le conoces, y otras no has visto nunca a otra persona y sientes que la conoces de toda la vida. Lo primero suele ser algo más común que lo segundo, que solo suele ocurrir con personas que salen habitualmente en los Medios de Comunicación. Y eso es lo que a mí me ha pasado con José Pinto.
He de decir que solo lo he visto en persona en una ocasión, durante la entrevista en directo que la televisión local le hizo las pasadas Ferias en la Plaza de los Bandos. Lo que sé de él, es todo lo que llevo viendo desde hace mucho tiempo en toda la prensa, y lo que me ha contado mi amiga Ana Esther Méndez, la periodista que precisamente le estaba entrevistando ese único día que lo vi.
Nunca tuve la oportunidad de conversar con él, aunque es algo que me hubiera encantado hacer, porque era una persona interesante, una de esas personas que dan energía, que aportan cosas positivas, de las que no tienes ganas de parar de charlar nunca porque saben de todo. Una de esas personas de las que no hay muchas.
Siempre me llamaron la atención varias cosas de él. En primer lugar, su sonrisa, la permanente sonrisa que siempre tenía, y que parecía estar tatuada en su cara. Pero además de eso, la normalidad con que llevaba lo famoso en que se había convertido, demostrando que cuando una persona desconocida empieza a salir mucho en la televisión puede seguir siendo igual de humilde de lo que lo era antes, y eso lo era bastante. También me sorprendía su sencillez, su bondad y lo bien que trataba a todo el mundo. Pero sobre todo que estuviera siempre dispuesto a ir a todos los sitios a los que le llamaban, y a conceder todas las entrevistas que le pidieran, porque eso es regalar tu tiempo, y el tiempo es lo más preciado que tiene una persona.
José Pinto era profeta en su tierra, con lo difícil que es eso. Desde hacía tiempo se había convertido en su persona más popular, más conocida y más querida. Sin quererlo se había convertido en el embajador de Salamanca. En esa persona que tus paisanos ven con orgullo y admiración, y sin necesidad de ser futbolista ni actor, con lo más difícil todavía que es eso otro. Era ese espejo en el que los padres queremos que se miren nuestros hijos, lo que queremos que algún día lleguen a ser, alguien trabajador, culto y tan encantador como lo era ese hombre.
Y así, sin avisar, se ha ido, pero dejando un último mensaje: que la vida pasa, y que hay que vivirla haciendo lo que se quiere de verdad con quien se quiere de verdad, porque un día cuando menos te lo esperas se acaba, así, sin esperarlo, y si por lo menos has vivido la vida que querías te vas con la conciencia tranquila, como estoy seguro que se ha ido él, porque esa eterna sonrisa, solo la tiene quien vive feliz cada día.
Con todo esto yo me he dado cuenta de que se puede querer a alguien sin conocerlo, porque realmente he sentido su muerte como si se tratara de una persona de mi familia. Algo que creo que le ha pasado igualmente al resto de salmantinos.
Que la tierra te sea leve, amigo. Y sí, sin conocerte te considero mi amigo, porque lo es quien te aporta cosas en la vida, y tú me las has aportado. Son esas extrañas relacionas humanas que nos plantea la vida, la que tanto me gusta vivir, y con la que hoy estoy enfadado, porque personas como tú no deberían irse tan pronto, todavía te quedaba mucho por aportar a los demás.
Salamanca te llora, José, y nunca te olvidará.