OPINIóN
Actualizado 21/02/2019
Luis Castro Berrojo

De siempre a las derechas españolas el catalanismo les ha suscitado una fuerte reacción de aversión y hostilidad, algo instintivo e incondicional en términos fisiológicos. Cuando en mayo de 1932 se inició el debate parlamentario sobre el primer estatuto catalán, dentro de las pautas de la constitución republicana, en varias ciudades de la España interior se convocaron manifestaciones donde el grito más coreado fue «¡Muera Maciá y su estatuto!», alentado por unos diputados conservadores (agrarios, monárquicos) que hablaban ya de la inminente ruptura de España. Antes aún, la creación de la mancomunidad de Cataluña en 1913 ya había suscitado desconfianza y antipatía.

De lo irracional de tales actitudes es muestra el hecho de que, cuando se vio que el proceso autonómico se generalizaba a otras regiones, y que también Castilla (o, para el caso, Extremadura, La Mancha o Murcia) podía ir por ese camino, esos políticos de la España interior, esa que, según el poeta, "ayer dominadora/envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora", decidieron emprenderlo, para no ser menos que otros y que no hubiera privilegios. No los había, pues tanto la ley de mancomunidades de Eduardo Dato como la constitución de 1931 daban las mismas oportunidades a todas las provincias de España y el único "hecho diferencial" era la distinta voluntad política y conciencia regional de unas zonas y otras. Pero en esto llegó el 18 de julio y se acabó el debate.

Ahora volvemos a las andadas. Como el gobierno de Pedro Sánchez ha iniciado contactos tentativos para abordar la cuestión catalana, la reacción visceral se ha hecho extensiva a él y al PSOE en los términos que sabemos (felonía, traición, venta de España?). Tan fuerte e irracional es la reacción que persiste con fuerza aun cuando se haya visto en el debate de los presupuestos y después que esa asociación Sánchez-"indepes" es algo inconsistente, como lo es pensar en la subordinación de aquél a estos. El gobierno de Sánchez ni ha querido ni ha podido pactar con el bloque soberanista. Ni tenia fuerza parlamentaria, ni apoyos políticos, ni la cosa sintoniza con el espíritu jacobino de muchos de sus líderes (los barones, FG, Guerra?). Pero ha hecho bien en intentar la vía de la negociación, que es la que tarde o temprano deberá imponerse. Lo fácil es no hacer nada, como hizo el gobierno anterior; lo irresponsable es echar leña al fuego, que es lo que están haciendo las derechas tripartitas.

Pues, ¿alguien en su sano juicio cree que, llegadas las cosas a donde han llegado, se pueden resolver recurriendo al insulto y a la descalificación de los que no opinan exactamente como uno?, ¿o que semejante embolado pueda circunscribirse y resolverse mediante un mero proceso judicial? ¿No se ve que esa actitud es precisamente uno de los factores que ha ido añadiendo leña al fuego y que cuanto más transitemos por esa vía, más esfuerzos y tiempo tendremos que emplear para desandarla el día de mañana?

Pero el perro de Paulov sigue segregando bilis a la vista del señuelo: "traidor, vendepatrias, felón?". ¿Qué concepto de España es ese que integra tanto desprecio y mala baba ante personas y grupos que forman parte de ella? Hablar de "felonía" nos retrotrae al mundo medieval, el de la Inquisición y el de la limpieza de sangre. ¿Hacia eso volvemos?

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