Los seres humanos no nos aceptamos quiénes somos y cómo somos. Nacemos completamente en blanco como compramos las cartulinas o los lienzos en los que deseamos dibujar o colorear nuestra escritura, nuestras reproducciones de paisajes, o la expresión abstracta de nuestras emociones y sentido de la belleza o la fealdad, según el caso. La educación que se nos imparte a cada uno, los hechos de la vida que nos causan impacto, nos preparan de alguna manera, para sentir, pensar y relacionarnos con los demás. No es raro que un mal gesto o una acción involuntaria desgarre o rompa el material o medio sobre el cual laboramos.
Apenas nacemos, esa "escritura" ajena comienza a marcarnos como hemos aludido arriba y, si de ello se deriva dolor o displacer, podemos hacer muy poco más que llorar o agitarnos convulsivamente por un período de años antes de que podamos expresar con palabras, serena y afirmativamente lo que deseamos, lo que sentimos acerca de aquello que nos disgusta o que no deseamos en nuestra existencia, de y en nosotros mismos u otras personas. De ordinario, tardamos mucho tiempo en poder real y mayoritariamente actuar de manera suficientemente consciente e intencional como para poder reconocernos autónomos o auto-determinados.
Dependiendo de cuan bien hayamos aprendido a conocernos nos costará más o menos llegar experimentar un grado suficiente de confort con nuestras luces y sombras, lo cual requerirá que hayamos alcanzado el suficiente y necesario grado de humildad al que se refería Teresa de Jesús como "andar en la verdad". Y esto no solo a nuestra propia vista, sino a la vista de los demás, porque la opinión ajena cuando es constructivamente crítica, sincera, objetiva, nos es tan necesaria como el aire que respiramos.
Ciertamente y por un período relativamente prolongado de nuestra existencia no tenemos la prerrogativa (muchas veces ni siquiera la capacidad o el tiempo) para detenernos a examinar nuestra conducta y discernir cuáles sean las luces, es decir, aquellos rasgos de nuestra personalidad o carácter que podamos rectamente considerar buenos, productivos, beneficiosos y por los cuales podamos sentir gratitud y alegría auténticas. Piensos en las personas de las favelas, las "villa miseria", los lugares donde reina la hostilidad implícita en el subdesarrollo material y cultural, y que por ello existen en la mayor pobreza y no pueden evitar perder su vida escarbando entre verdaderas montañas de "desecho" algún pedazo sucio de pan duro o lo que quede de alguna naranja ya exprimida y casi seca de jugo.