OPINIóN
Actualizado 14/01/2019
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Hacía pocos años que habíamos ingresado en lo que entonces llamábamos "Comunidades Europeas". Éramos conscientes de lo singular de esa organización de integración de Estados, en un contexto internacional marcado todavía por la guerra fría, la amenaza nuclear y las guerras localizadas en diversos lugares del mundo.

En mi estancia en los Estados Unidos me sorprendió que un compañero me preguntara, durante un concierto de rock, qué me parecía esa unión de Estados europeos. No era una pregunta neutra, sino perversamente sugestiva. En el tono de la cuestión iba ínsita la opinión del estudiante de ciencias políticas, completamente contraria a esa integración. Era como decir qué diantres hacen países tan distintos en una organización tan compleja e inútil.

No recuerdo qué le contesté, pero debí tardar unos segundos, porque me dejó noqueado la pregunta. La razón era bien sencilla: en la España que había iniciado su andadura democrática, nadie se oponía a la entrada en lo que llamábamos, para abreviar, "Europa". En lo que tampoco era un uso inocente del lenguaje, pues hasta entonces nos habíamos sentido excluidos y, en realidad, un buen tiempo lo estuvimos: empezando por el Plan Marshall.

Por eso que alguien pusiera en discusión la unión de los países europeos en la medida y al ritmo que se pudiera era algo que no me esperaba. Pero desde entonces me quedé con cierta de fondo. A algunos no les convenía la integración europea. Era bueno tener a excelentes compradores al otro lado del Atlántico, a aliados militares seguros, a pueblos con muchos valores compartidos -no en vano el tronco genético y cultural había sido común-. Pero no convenía que los competidores se hicieran demasiado fuertes.

De ahí que siempre me parecieran sarcásticas esas palabras de uno de los políticos más inteligentes del país norteamericano en el siglo XX cuando preguntaba qué número de teléfono tenía que marcar para llamar a Europa. Porque Europa era -y sigue siendo- lo que definió ese otro político belga: un gigante económico, un enano político y un gusano militar.

Los tiempos han cambiado. En muchos países europeos se mira a Europa con desconfianza. Nuestro propio panorama interno vivirá dentro de poco la paradoja europea de grupos extremistas y antieuropeos, que se aprovechan de las elecciones al Parlamento Europeo para plantar en Bruselas y en Estrasburgo a quintacolumnistas dispuestos a defender su nacionalismo excluyente y xenófobo.

Europa, desde los primeros tiempos del ilustre Movimiento Europeo, ha tenido sus incertezas y sus vacilaciones. Ha habido días en que hasta los más europeístas dudábamos sobre el mantenimiento de la moneda común. Pero aquí estamos aún. Debilitados por aquellos británicos que aún creen ocupar tronos imperiales, por aquellos demagogos que se envuelven en banderas injustamente patrimonializadas y por aquellos que azuzan la amenaza del enemigo exterior para alcanzar o reforzarse en sus malentendidas poltronas.

No hay nada seguro en esta aldea global caracterizada por su estado líquido, pero me atrevería a afirmar que muchos de los problemas que nos acosan no se van a superar hasta que consigamos reforzar aún más lo que nos une en nuestro viejo continente, poniendo en común nuestros esfuerzos y nuestras virtudes, con la libertad, la igualdad, el pluralismo y la justicia como valores inexcusables para todos los que habitan en esta tierra anciana, y respetable. El mundo nos mira.

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