OPINIóN
Actualizado 14/01/2019
Rubén Martín Vaquero

Carlos III fue el primer Borbón español emocionalmente estable, sensato, cordial, cuerdo y capaz. "Sincero en el trato" confirmaban los más próximos. Hombre de paladar sencillo -le gustaban el chocolate, la sopa y los huevos fritos- creía firmemente que la labor de un monarca era trabajar por la felicidad de sus súbditos sin olvidar la propia, por lo que dedicó una parte de la vida a su gran pasión: la caza.

Fue el genuino representante de la monarquía absoluta en España, el déspota ilustrado benefactor del pueblo que quiso modernizar el país pero sin cuestionar la sociedad estamental privilegiada, aunque haciendo algunas reformas para que nada cambiase.

Sus colaboradores estaban convencidos de que el Estado absoluto se fortalecería en el cortejo con el pueblo. Las aspiraciones de cambios estructurales de una minoría de españoles se ahogaron entre las orillas de las buenas voluntades y los abismos interesados de las oligarquías.

A sus cuarenta y cuatro años Carlos III de Borbón acreditaba oficio; desde los diecinueve venía ejerciendo de monarca en el reino de las Dos Sicilias, donde se había ganado el aprecio de los napolitanos y el apelativo de el Político. Casado con la princesa polaca María Amalia de Sajonia, al irse de Nápoles en 1759 dejó el aroma del buen recuerdo, las excavaciones de las remotas ciudades de Pompeya y Herculano sepultadas por el volcán Vesubio en el año 79, y a su tercer hijo varón ungido y coronado -tuvo trece vástagos aunque sólo sobrevivieron siete- porque al segundogénito, de nombre Carlos como él, lo designó heredero de la corona española.

El primogénito, Felipe Antonio, era deficiente mental. El nuevo rey llegó a Madrid sin hacer mucho ruido. En un primer momento mantuvo en sus puestos a los políticos de la alta aristocracia en los que se había apoyado su hermano, pero en cuanto se puso a descifrar enigmas los sustituyó por miembros de la baja nobleza como Campomanes y Floridablanca.

Como secretario de la Hacienda Pública y hombre fuerte del Gobierno nombró a Leopoldo Gregorio, marqués de Esquilache, un viejo colaborador suyo en Nápoles. Y los buenos propósitos de este marqués fraguaron en discordias, tumultos y lodo. En un abrir y cerrar de ojos Leopoldo Gregorio inventarió las telarañas de las arcas del Estado, la ruina de los acogotados pecheros castellanos y la avaricia de los Grandes y arremetió contra los privilegios fiscales de la nobleza y del clero, lo que le valió la oposición frontal de los dos estamentos que se sentían desterrados del amor de su rey, huérfanos de poder y avasallados por un extranjero. Y despechados comenzaron a urdir enredos, intrigas y emboscadas.

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