En el interior de la cueva teníamos luz, calor (también mucho frío) y alimento, intentábamos imantar nuestros deseos con dibujos, seguíamos la ley del esfuerzo y la recompensa, aunque no siempre funcionaba, teníamos miedo, éramos felices. La vida tenía sentido, mirábamos las estrellas. Vivíamos alegres en la espera, en constante estado de ilusión e incertidumbre.
Hasta que vino aquel rey y pronunció su verdad: "Los padres son los reyes". Lo dijo alegremente, con franqueza de profeta desconocido, y nos dejó temblando, con las cartas enviadas tan lejos y la magia tiritando tan cerca. Quién se tomaría entonces la leche y los cereales, por qué todos jugábamos al mismo juego. Muchos padres reclamaron la muerte del (falso) rey, llenos de ira y temor. No entendían el estrés laboral. No entendían que ese genuino señor solamente quería señalar el traje nuevo del emperador, compartir el secreto. No entendían que ese buen hombre solo cumplía con la voluntad quizá inconsciente de darles a ellos, a los padres, el mérito que les correspondía: su condición real.
Regresamos a la cueva con más calor (y también mucho más frío) que nunca: la certeza hacía todo más confuso y difícil, más incierto bajo la noche estrellada.