OPINIóN
Actualizado 04/01/2019
Marta Ferreira

Iniciamos el nuevo año con el principal problema del año anterior vivo y crujiente: Cataluña y sus tensiones independentistas. Los dirigentes secesionistas siguen en prisión (sui generis, porque su régimen de visitas y contactos la asemeja más a un balneario que a otra cosa), las manifestaciones son frecuentes en sus calles reivindicando la separación de España, y se descalifica a los jueces que han asumido la instrucción y se harán cargo de la sentencia en este año que comienza. Es el problema de España, y ocultarlo es engañarse a sí mismos.

Ante la cuestión, tres han sido las posturas que hemos contemplado desde el cambio de Gobierno: la de los independentistas, que siguen en sus trece, reclamando un referéndum de autodeterminación; la de Ciudadanos y el PP, ahora acompañados por Vox, exigiendo la aplicación del artículo 155, o lo que es lo mismo, la suspensión de la autonomía catalana; y la del Gobierno español, que reivindica el diálogo como instrumento de solución o apaciguamiento del problema, acompañado en esta línea estratégica por Podemos.

Sobre el papel, nadie en su sano juicio descartaría el diálogo, pero de verdad. Que se entiende como puesta en común de los problemas, renunciando a lo que ha sido la clave del conflicto: la violación flagrante de la Constitución. De lo contrario, no estaríamos ante una situación de diálogo, sino ante un trágala imposible de digerir por cualquier gobierno constitucional digno de ese nombre. Como exteriorización de esa actitud de diálogo, el Gobierno celebró recientemente en Barcelona un Consejo de Ministros, en medio de un clima secesionista manifiestamente beligerante. A lo que se añadió el "posado" de parte del Gobierno español y del catalán, en una fotografía que quería sugerir una especie de reunión en la cumbre de dos gobiernos de Estados diferentes. Pero aquí no hay dos Estados, que yo sepa, sino uno solo: España. Y el Gobierno español no debió realizar ese gesto que ha dado lugar a todo tipo de críticas. Dialogar no es postrarse ante los desplantes desafiantes de quien solo quiere llevar el agua a su molina.

Tras esa reunión, que parecía tener como fin el apoyo de los independentistas a los Presupuestos Generales del Estado, solo ha habido gestos de menosprecio hacia nuestro país, de modo que no hay que descartar que al final el Gobierno no consiga la aprobación presupuestaria, lo que, en buena lógica, debería conducir a la disolución del Parlamento y la convocatoria de elecciones generales.

Pero el presidente Sánchez sigue impertérrito, como un don Tancredo, esperando que los problemas se resuelvan por sí solas y que su baraka no le abandone. Aunque ya ha habido unas elecciones en Andalucía con resultados catastróficos para el PSOE, que Sánchez ha querido endilgar a Susana Díaz, víctima de la política del Gobierno en Cataluña, y que además ha traído como sorpresa inesperada la visita de un nuevo protagonista: Vox, a quien las encuestas auguran para el futuro resultados que pueden poner patas arriba el panorama político. Hemos pasado de un bipartidismo imperfecto, con PSOE y PP de protagonistas, a un pluripartidismo, con cinco partidos de ámbito nacional en la pelea. Esta es otra historia.

La inestabilidad política es un hecho que hay que constatar. Pero el magma separatista no se ha apagado sino todo lo contrario. Cataluña sigue siendo el problema, ¿al que alguna vez se le plantará cara?

Marta FERREIRA

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