Los barbudos del ejército rebelde entran en la capital. El dictador ha huido y todo el entramado de corrupción, arbitrariedad, represión y villanía se desmorona gracias a un proceso que ha comenzado en el oriente seis años atrás, en el fallido asalto a un cuartel de la guardia nacional en la ciudad de Santiago. Después, una logística más afinada, la profesionalización de la acción revolucionaria, y la simpatía de los sectores medios hartos del atrabiliario Fulgencio Batista, hacen que el proceso sea irreversible. Para algunos es una de tantas algaradas consustanciales con la inestable política latinoamericana. Por otra parte, dicen, la perla del Caribe es tan valiosa para el amigo americano que nada grave acontecerá; las aguas volverán a su cauce tras el cambio en las altas esferas del poder, el léxico que pone en primer término la palabra revolución es adocenado pues hay una cada poco tiempo en los países vecinos. Se equivocan.
Una fecha no solo trascendental para el país sino para todo el continente. A partir de entonces nada será igual. Cualquier evento podrá quedar referenciado con relación a un eje divisorio como nunca se había dado en la región. Además, la isla se convertirá en un lugar de peregrinaje, el proyecto político establecido querrá exportarse, y el mesías, que de modo indiscutible se ha hecho con el poder, será el icono por antonomasia, por exceso o por defecto, de América Latina durante medio siglo. Si hay un liderazgo carismático canónico es el suyo; actúa sabedor de que la historia le absolverá; su mística, que abraza el martirologio, se basa en la supuesta dignidad de quienes dicen preferir morir de pie a vivir de rodillas; la prédica de José Martí en Nuestra América es su santo y seña que le lleva a desafiar al Imperio que ha contribuido a independizar a su país para después cortarle las alas; la apuesta por la igualdad, la erradicación de la miseria y la obsesión por la educación son el tridente que articula su política.