OPINIóN
Actualizado 29/12/2018
Ángel González Quesada

"SÓCRATES.- Será, pues, necesario nombrar las cosas ateniéndose a la manera y al medio que ellas naturalmente tienen de nombrar y ser nombradas, y no de la forma que a nosotros nos agrade..."
PLATÓN, Cratilo, 386 a.C.

La decisión política de cambiar el nombre del aeropuerto de Barcelona para que pase a denominarse Josep Tarradellas, además de obedecer a la actual estrategia de acercamiento que el gobierno español pretende con el de Cataluña, entra de lleno en ese movimiento de consagración, beatificación y hasta santificación de los personajes de la llamada "Transición", y de ella misma, que ya quedó patente cuando el aeropuerto de Barajas pasó a llamarse Adolfo Suárez. Una estrategia (más bien una torpe táctica), que pretende elevar a los altares de la memoria permanente y casi al territorio de la veneración, más que a personajes concretos de la época, que también, a una forma de construir la convivencia perfectamente adaptada a una forma concreta de ejercer la política, la actual, reputando una época, la Transición, en la que se fraguó también esa concreta forma de autoritarismo seudodemocrático partidista y súbdito, corto, manco y cojo, que todavía lastra la libertad y el ejercicio de los derechos en este país.

Sin entrar en que el sentido de esos cambios de denominación aeroportuaria son brindis al sol de la autosatisfacción de una clase dirigente encantada de conocerse, también esa fiebre renombradora puede encuadrarse en la ola internacional de interesados cambios de nombre de aeropuertos, que tantos enfrentamientos está provocando en lugares como, por ejemplo, la ciudad rusa de Kaliningrado o la chilena de Santiago, donde las propuestas de que sus aeropuertos se renombren, respectivamente, como Immanuel Kant y Pablo Neruda, ha desatado enfrentamientos ciudadanos y políticos de ninguna profundidad pero aderezados, eso sí, en ambos bandos de las dos ciudades, con argumentos que van de lo extravagante a lo grotesco, teñidos todos de la putrefacta papilla del extremismo.

Si, como afirman los filósofos, el nombre no solo denota sino que crea, define, caracteriza y diferencia al objeto que lo ostenta, habrá que concluir que los caprichosos cambios de nombre confunden, desorientan y despojan en parte de la identidad que le es propia a lo que se renombra. Como hizo la antigua Unión Soviética con ciudades, el franquismo con calles, plazas y lugares o los caudillos y visionarios de toda época con lo que se les antojaba objeto de su capricho y redoble de su presunción (y ofensa al enemigo, que también), vendrán días en que diferentes devociones propondrán nuevos nombres, distintas opciones aventurarán innovadoras denominaciones, diversos intereses o imposiciones dictarán cómo llamar a las cosas, y los "hombres de a caballo" volverán a cambiar a su antojo el nombre de aquello que usen y les sirva para sus mezquinos y hasta grotescos intentos de trascendencia.

El nombre es palabra que designa normalmente algo más o menos estable: una cosa, un individuo, una sustancia (de ahí que también se le llame sustantivo); también el nombre designa un estado, una abstracción?, una referencia, una orientación. El mundo es cambiante por sí mismo y por la fuerza de sus mundanos habitantes, pero nunca será lo que no es aunque alguien determine un cambio de dioses, un cambalache de afanes o una feria de nombres. Pretender implantar ahora, como una pésima copia de un Occam redivivo, ese tipo de nominalismo en que la realidad esté conformada, dictada y animada (y controlada) por los nombres que queramos poner a las cosas; y suponer que esos nombres las conviertan en algo diferente, las pongan de nuestra parte o, incluso, las veamos distintas para conseguir con su sola denominación cambiar la percepción del mundo (o de la Historia), solo consigue que nos percatemos muy claramente de la levedad, insignificancia y futilidad de quienes, siempre en vano, lo intentan.
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