El final del año arrastra un sinfín de rituales entre los que destaca la evaluación de lo acontecido en los últimos doces meses. Una especie de rendición de cuentas, a veces galante, otras apenas sirviendo para evacuar un mero acto notarial, las menos con la finalidad de hacer buenos propósitos de no reincidencia, de acometer lo que quedó pendiente una vez más. Asumir que lo acontecido tiene un componente ético y que, fuera de las banalidades que salpican el ejercicio social, la vida es un permanente adiestramiento mediante el cambio de actitudes y de posiciones que parecen inamovibles. Retar hábitos arraigados, incluso principios que parecen estar escritos en piedra; voltear la molicie de rutinas acomodadas a lo que pensamos en un momento que quedó detenido como un principio imperecedero.
En la política el terreno para las transformaciones siempre es avieso. Corregir lo andado cuando el camino se ha torcido hacia derroteros insoportables y tener el coraje para denunciarlo es arduo. Recientemente, Pablo Iglesias, con relación a Venezuela, ha señalado que "rectificar en política está bien? la situación política y económica es nefasta". En Colombia, tras un complejo -y para algunos insatisfactorio- proceso de paz, que a su vez intenta poner fin a décadas de violencia, las FARC recrean su vida en el monte mostrando a los turistas en La Guajira cómo vivían en lo que viene a ser un ejercicio innovador que deja atrás las armas por la oferta de aventuras lúdicas. Cambiar de opinión, de actitud, para readecuar el discurso, para rehacer la vida. Todo ello en un proceso de permanente variación, de búsqueda de una siempre difícil adecuación entre realidad y pensamiento.