OPINIóN
Actualizado 19/12/2018
Manuel Alcántara

La política tiene un componente tradicional de escenificación. Es algo no solo innato a ella sino necesario. De hecho, en la antigüedad tanto oriental como occidental el teatro siempre supuso la canalización del drama de las vivencias habituales que confrontaban a la gente. La máscara detrás de la cual se esconden las personas es también una señal inequívoca del peso de la presencia de diferentes identidades que chocan. En el foro, en la plaza pública, en las cortes medievales, en los parlamentos modernos se hizo presente la certeza de la desavenencia. Igualmente ocurría en otros ámbitos de carácter más reducido, pero siempre en el contexto de una cierta representación, como en los comités centrales de los partidos políticos, las asambleas de los sindicatos, las juntas de vecinos, las reuniones directivas de asociaciones. En todas, la refriega verbal hacía por imponerse en cada uno de los procesos contenciosos evitando el contacto físico entre los interlocutores. Escenificar el disenso o el conflicto constituía una forma civilizada de proceder.

El fracaso más rotundo de la política en cuanto que regulación de las relaciones de poder en el ámbito público tiene que ver con su incapacidad de salvaguardar la vida humana. De hecho, el gran atractivo que tiene la obra de Thomas Hobbes es haber mostrado la necesidad de articular un orden político nuevo que eliminara de raíz la violencia entre los seres humanos y que esta se concentrara en una instancia nueva como es el Estado. Después, Max Weber enseñaría que aquel Leviatán debería monopolizar la violencia de una manera legítima, es decir consentida por todos mediante mecanismos legal-racionales. Asegurar la vida humana y que esta se desarrollara bajo parámetros mínimos de dignidad respetando un listado de derechos ampliamente acordados por la humanidad fue la senda de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuya conmemoración se celebró el pasado 10 de diciembre, setenta años después.

Los cientos de asesinados por ETA en el teatro español son un profundo legado que marcó amargamente la vida del país y cuya enseñanza me preocupa que no se vierta en las nuevas generaciones cayendo en una desmemoria oprobiosa. La misma que todavía se ciñe para con los miles de enterrados en cunetas, vallas de cementerios, descampados, durante la Guerra Civil y, aun más, en la larga noche franquista. Los muertos encima del altar de la patria, de una mesa de negociación o, simplemente, como juguetes rotos me producen una intensa desazón que no puedo dejar de condenar, incluso su mera mención. Por ello me acongoja el uso de esa figura discursiva hoy en la política de un muerto; tan palmaria, tan provocativa y que, además, ahora resulta que puede ir de la boca de uno a la del otro, usarse como amenaza, o como chantaje del futuro. Una suerte de invocación a que "pase algo", una advertencia de que lo que todavía no pasó, puede suceder. De que el hilo simbólico puede quebrarse en Cataluña donde pareciera que el seny se mantiene, ¿hasta cuándo?
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