La política tiene un componente tradicional de escenificación. Es algo no solo innato a ella sino necesario. De hecho, en la antigüedad tanto oriental como occidental el teatro siempre supuso la canalización del drama de las vivencias habituales que confrontaban a la gente. La máscara detrás de la cual se esconden las personas es también una señal inequívoca del peso de la presencia de diferentes identidades que chocan. En el foro, en la plaza pública, en las cortes medievales, en los parlamentos modernos se hizo presente la certeza de la desavenencia. Igualmente ocurría en otros ámbitos de carácter más reducido, pero siempre en el contexto de una cierta representación, como en los comités centrales de los partidos políticos, las asambleas de los sindicatos, las juntas de vecinos, las reuniones directivas de asociaciones. En todas, la refriega verbal hacía por imponerse en cada uno de los procesos contenciosos evitando el contacto físico entre los interlocutores. Escenificar el disenso o el conflicto constituía una forma civilizada de proceder.
El fracaso más rotundo de la política en cuanto que regulación de las relaciones de poder en el ámbito público tiene que ver con su incapacidad de salvaguardar la vida humana. De hecho, el gran atractivo que tiene la obra de Thomas Hobbes es haber mostrado la necesidad de articular un orden político nuevo que eliminara de raíz la violencia entre los seres humanos y que esta se concentrara en una instancia nueva como es el Estado. Después, Max Weber enseñaría que aquel Leviatán debería monopolizar la violencia de una manera legítima, es decir consentida por todos mediante mecanismos legal-racionales. Asegurar la vida humana y que esta se desarrollara bajo parámetros mínimos de dignidad respetando un listado de derechos ampliamente acordados por la humanidad fue la senda de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuya conmemoración se celebró el pasado 10 de diciembre, setenta años después.