"La migración es un poderoso motor del crecimiento económico, el dinamismo y la comprensión. Permite que millones de personas busquen nuevas oportunidades, lo que beneficia por igual a las comunidades de origen y de destino." António G
El debate migratorio, al menos en Europa y en nuestro país, es uno de los grandes temas de nuestro tiempo. No solo nos encaminamos hacia un profundo invierno demográfico, donde la inmigración será insuficiente para hacer frente a la falta de nacimientos, su estudio y debate es necesario para desmantelar las propuestas de la extrema derecha que carga sus discursos contra los inmigrantes. Nos recordaba Adela Cortina, que es imposible no comparar la acogida entusiasta y hospitalaria con que se recibe a los extranjeros que vienen como turistas con el rechazo inmisericorde a la oleada de extranjeros pobres. Se les cierra las puertas, se levantan alambradas y murallas, se impide el traspaso de las fronteras.
Ayer se recordaba la migración con dignidad en el Día Internacional del Migrante, una semana después de la ratificación en Marrakech por parte de más de 150 países del primer Pacto Mundial para la Migración, donde se propuso una migración segura, ordenada y regular. Un documento relevante que, sin ser vinculante, establece los principios y enfoques que se deberán utilizar para gestionar los flujos migratorios a nivel internacional durante las siguientes décadas.
Todos los países están involucrados en el desplazamiento de personas, bien como países de origen, de transito o de destino. Según datos de las Naciones Unidas, existen unos 250 millones de migrantes en todo el mundo, aumentando un 60% en los últimos 25 años. El 50% de ese total reside en diez países industrializados: Australia, Canadá, Estados Unidos, Francia, Alemania, España, Reino Unido, Federación Rusa, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos.
Es un fenómeno que afecta a todo el planeta y que es propio de las sociedades globalizadas, donde la mundialización económica implica la movilidad y flexibilidad de todos los factores productivos, incluida la mano de obra, lo que ha dado origen a una generalización de las migraciones internacionales. La globalización de las comunicaciones y el abaratamiento de los transportes, así como la actuación de una manera cada vez más generalizada de mafias que trafican con personas, ha supuesto una movilidad cada vez más generalizada de la población.
España ha tenido un protagonismo en este proceso, ha pasado de ser un país tradicionalmente de emigración a un país de inmigración. Muchos españoles marcharon a finales del siglo XIX, huyendo de la pobreza o de las persecuciones políticas, instalándose principalmente en América del Sur. Tampoco podemos olvidar la llamada "migración golondrina", buscando una oportunidad de trabajo en el Norte de África, principalmente en Marruecos. Por último, más reciente tenemos la emigración a Europa en la postguerra, donde muchos de nuestros familiares han sido protagonistas de estos movimientos poblacionales, buscando salir de la pobreza enquistada como un cáncer en la sociedad española de la primera mitad del siglo XX.
En los últimos 25 años España se ha convertido en un país de acogida de inmigrantes, aunque la población extranjera en nuestro país de una forma significativa hunde sus raíces en los años sesenta del siglo pasado. Desde "finales de los noventa", es el periodo que se ha producido un mayor incremento y una mayor diversificación de la población extranjera en España. Desde el 2006 al 2016, la población inmigrante ha registrado uno de sus mayores aumentos, pasando de 3 millones a 5 millones, a la vez que se ha diversificado los orígenes de procedencia.
La acogida y la hospitalidad no ha supuesto un gran problema, ya que todavía no hemos olvidado nuestra historia y de donde venimos, muchos españoles tuvieron que hacer el mismo camino que muchos inmigrantes en la actualidad. La hospitalidad, la acogida del otro, ha formado parte de la esencia y de nuestra historia como españoles. Es patrimonio de nuestra cultura, de nuestro propio ser en la cultura europea. Por estas tierras han pasado muchos pueblos desde la época prerromana que han dejado su impronta y su visión del mundo que han ido configurando lo que somos. Acoger al otro, sobre todo en apuros, ha sido algo consustancial a las relaciones de las personas y de los pueblos, configurándose como un elemento esencial del progreso humano.
Vemos en la actualidad, que la acogida y la hospitalidad, es un sueño inalcanzable en las fronteras de nuestro país, al menos en la frontera sur. Personas que huyen de la miseria y del infierno de la pobreza, multiplican sus sufrimientos al cruzar las fronteras, en una humanidad extenuada por los obstáculos, donde son "más prójimos" de la muerte que de la solidaridad. Cerramos nuestras fronteras con alambradas y cuchillas para romper los sueños de una vida mejor de los que nada tienen y apaciguar los miedos de nuestras sociedades privilegiadas. Cientos de muertos en el mediterráneo con sus sueños abandonados en el mar, negándoles incluso, la ayuda humanitaria como el alimento y el agua. Muchos son deportados en "caliente", por no hablar de las cárceles CIEs (Centro de internamiento para Inmigrantes) sin las condiciones mínimas de habitabilidad.
Sorprende que, en un país como el nuestro, envejecido y con tasas de crecimiento que podían ser negativas, esté calando en la sociedad el discurso del miedo a los inmigrantes. Muchos no se sonrojan, incluso creyentes católicos, al afirmar que los inmigrantes son delincuentes, que están quitando el trabajo o que se están aprovechando del Estado y la Seguridad Social. Un discurso que está siendo aprovechado por los partidos extremistas y que está calando en la derecha, proyectan la idea que la inmigración es una amenaza.
Se olvidan, como dice Francisco, que la Iglesia se extendió a todos los continentes gracias a la migración de misioneros convencidos por la universalidad del mensaje de salvación en Jesucristo, destinado a hombres y mujeres de todas las culturas. No son aceptables los discursos políticos que tienden a culpabilizar a los migrantes de todos los males y a privar a los pobres de la esperanza. La buena política está al servicio de la paz, respeta y promueve los derechos humanos fundamentales.
El aumento de la población activa produce un aumento del PIB, ya que hay más genta a mano para trabajar y más en un país envejecido. Por otro lado, un inmigrante además también aumenta la demanda, necesita vivienda, alimentarse, vestirse, ir de compras, pagar impuestos, sostener las pensiones. Su mera existencia hace que haya más consumo y ese consumo, a su vez, aumentará la demanda de empleo. La realidad es la inmigración tiene siempre efectos positivos y los costes sociales son mínimos.
Nuestro país tiene un modelo de integración de la inmigración. La primera fase es de acogida a las personas migrantes, cubriendo las necesidades básicas y después de nueve meses, se supone que esas personas ya pueden encontrar un trabajo, ahorrar algo de dinero durante otros nueve meses y después tener algo de autonomía. A pesar de lo positivo del modelo, tiene sus déficits, posiblemente esos nueve meses son insuficientes, además el programa es deficitario en los aspectos educativos, no siendo fácil la obtención de la ciudadanía española. Es necesario, como se ha anunciado en Marrakech, un fondo de integración coordinado entre el Estado, las Autonomías y los Ayuntamientos.
Más allá de las actuaciones concretas, debemos recuperar la solidaridad si queremos construir una sociedad más justa y habitable. Educar en la solidaridad es mirar desde el corazón la realidad del otro que sufre y está herido en su dignidad de persona y, que se nos manifiesta como no-persona desde el momento en que es tratado como cosa. Este principio de solidaridad es un imperativo categórico del corazón humano, también de la ética y la política si queremos tomarnos en serio los derechos de todos.