OPINIóN
Actualizado 05/12/2018
Carlos Aganzo

El influjo antropoide a la hora de analizar la realidad circundante es una constante en la historia de la humanidad. La tendencia a otorgar parámetros antropomorfos a seres dotados de vida ha estado siempre presente como lo evidencia la humanización de los animales en las leyendas tradicionales y en las fábulas clásicas. De ello los dibujos animados de la factoría Disney tomaron buena cuenta. También esa visión impregnó desde hace siglos a entidades de naturaleza distinta, jurídica, dicen algunos, social, dicen otros. Reflejar a un ser humano denominado Leviatán por Thomas Hobbes u ogro (filantrópico) por Octavio Paz para explicar con cierta pedagogía al estado moderno es una muestra de ello. También lo es en la tradición francesa la distinción entre instituciones-cuerpo e instituciones-cosa. Las primeras corresponden a una colectividad humana unida por una ideología o por necesidades comunes estando sometida a una autoridad reconocida y a reglas fijas. De la equiparación de la sociedad con el cuerpo humano hay evidencias suficientes desde el pensamiento griego.

Así las cosas, los calificativos aplicados a las personas terminan dando un salto para definir, matizar o dar un determinado sentido funcional a las instituciones. De esta manera, el narcisismo que impregna a muchos individuos, la vanidad que imbuye el comportamiento de numerosas personas puede acabar empleándose para caracterizar una concreta forma de actuar de las instituciones. Si hay hombres y mujeres vanidosas, ¿por qué no se van a dar instituciones del mismo corte? La evidencia, por otra parte, es palmaria y sale a la ayuda de este uso. Los estudios de la calidad de la democracia, que asignan valor cuantitativo a través de índices al desempeño de esta en los diferentes países, conducen a que los mejor evaluados y cuya posición en la clasificación ocupa lugares cimeros puedan pavonearse con indudable suficiencia. Su mirada en el espejo de la sociedad internacional les devuelve, cual narcisos, la imagen de su autocomplacencia. El nacionalismo, por su lado, tiende a producir enormes dosis de este tipo de comportamiento.


A veces, no obstante, se registra una simbiosis entre los líderes y las instancias en que se desempeña su función produciéndose un intercambio de afectación. Veo en directo el acto de toma de posesión del nuevo presidente mexicano y tengo la sensación de que ese transvase es intenso en ambas direcciones. Al imponente marco del palacio de San Lázaro al que se le añade la sopesada parafernalia protocolaria se confronta la grácil figura de Andrés Manuel López Obrador que hace de la trascendencia su razón de ser. Al peso del milenario Estado, aunque su forma constitucional sea de solo dos siglos, se contrapone quien ya se presupone como el cuarto eslabón de la reciente historia del país detrás de Hidalgo, Juárez y Madero. La pulsión de una vanidad ilimitada por ambos lados se retroalimenta mientras en el trasfondo millones de testigos esperan con avidez la satisfacción de lo prometido: el final de la violencia, la eliminación de la corrupción y la morigeración de la lacerante desigualdad.

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