Respondí como quien se aferra a una esperanza ilusoria, esa rama que sostenga el peso de una vida ante el acantilado. Era un número desconocido y eso me hizo creer. Dónde están las ramas, dónde la palabra ilusión cae en la palabra ilusa.
Enseguida la voz autómata de quien tiene un trabajo autómata. El falso entusiasmo. La voz alienada.
Ella sabía lo que tenía que decir, yo sabía lo que tenía que escuchar. El discurso. La retórica vacía. La política de empresa. Escuché sabiendo que no sabía lo que decía. Ella decía sabiendo que no escuchaba lo que escuchaba. Escuché sin escuchar por educación, por empatía. Quizá porque sabía que podría ser yo. Que, de hecho, podía ser yo. Pude serlo. Pude ser yo como tantas cosas que no recuerdo y no olvido.
Escuché sin escuchar la voz autómata que repetía la misma charla una vez más como siempre, una vez más para nada, una vez más esa voz contagiada por la claustrofobia del cubículo y el teléfono, por la claustrofobia del sinsentido, de la oquedad de la rama que se deja vencer por la gravedad.
A los dos lados del teléfono, el desconcierto.
Escuché sin escuchar porque esa mujer y yo habíamos asumido un pacto. El pacto de no hacer desagradable el trago, de colaborar pasivamente con un sistema donde las ramas solo frenan un poquito la caída, lo mínimo para que puedas observar el abismo, intuir su oscuridad. El pacto de seguir formando parte de esta distopía mientras fingimos que no sabemos que vivimos en una distopía, respirando en ella, construyéndola, cayendo ?como todo? en silencio.