OPINIóN
Actualizado 28/11/2018
Carlos Aganzo

Los grandes cónclaves internacionales son atractivos mediáticamente. Concitan a los primeros mandatarios y provocan acciones de protesta de quienes se sienten completamente excluidos y discrepan de lo que aquellos representan. Por otra parte, su desarrollo se vincula con la complejidad del proceso de globalización en el que aceleradamente estamos inmersos. Las cumbres mundiales, sectoriales o de un limitado número de países, suponen puntos de inflexión en lo cotidiano al agregar tensiones entre los intervinientes. Al anfitrión le ponen a prueba su capacidad organizativa debiendo confrontar dificultades logísticas en su gestión; el mantenimiento del orden público, procurando que las protestas no sobrepasen umbrales mínimos de civismo, es sin duda la más relevante.

El denominado G20 es uno de estos avatares que esta semana celebra su encuentro en Buenos Aires. Mientras la ciudad se apresta a ser fortificada, el gobierno ha declarado festivo el viernes, ha cerrado el puerto dos días antes y el Congreso ha aprobado una ley provisoria "de derribo aéreo"; los grupos antiglobalización que en cuenta gotas han ido llegando al país se preparan para exhibir músculo. Por su lado, intelectuales y académicos presentes en un foro latinoamericano al que asisto debaten sobre la urgencia para crear una internacional de los pueblos, proclaman la perentoria necesidad de orquestar propuestas contrahegemónicas y denuncian el carácter elitista y hermético de una cumbre alejada del pueblo.

El activismo en las denominadas redes sociales agita la conciencia de biempensantes y de gente convencida de que hay que hacer algo frente al desastre del entorno, aunque no sepan qué. El calentamiento global, la transformación energética, los movimientos migratorios, las amenazas al comercio mundial, los flujos irrestrictos del capitalismo financiero, el papel desempeñado por la llamada economía de la materia oscura donde predomina lo intangible y lo simbólico, entre otros asuntos, configuran un dietario complejo que requiere atención. En frente, líderes políticos de cuño antagónico y representando a países con intereses nacionales prevalecientes sobre las cuestiones globales se dan cita para escenificar una obra con un guion confuso.

En la calle, donde los jacarandás florecen por doquier, sin embargo y aparentemente ajenas, muchas mujeres portan pañuelos anudados a sus bolsos o a sus mochilas. Rara vez los llevan en el cuello y nunca en la cabeza como las Madres de la Plaza de Mayo los portaban blancos, reclamando saber donde estaban sus allegados y también el fin de la impunidad. Desde que estalló el clamor por la despenalización del aborto los pañuelos de color verde supusieron una señal pública de apoyo a la medida. La contrarréplica cristiana la dieron las portadoras de pañuelos azul celeste. Luego la floración cromática se adueñó de otras reivindicaciones. Al final, un colorido variopinto se ha hecho presente en las avenidas reivindicando un reclamo con que identificarse las más comprometidas. Entonces, frente a los grandes desafíos de la Cumbre se exhiben como pequeños guiños identidades fluctuantes depositadas en la humildad de un trozo de tela cuyo color expresa un deseo y una demanda de reconocimiento.
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