OPINIóN
Actualizado 25/11/2018
Eusebio Gómez

Hay una historia maravillosa sobre una niña de cuatro años que una noche se despertó asustada, convencida de que en la oscuridad que la rodeaba había toda clase de monstruos. Sola, asustada, corrió a la habitación de sus padres. Su madre la tranquilizó y, tomándola de la mano la llevó de vuelta a su habitación, donde encendió una luz y reaseguró a la niña con estas palabras: No necesitas tener miedo, aquí no estas sola. Dios está en esta habitación contigo. La niña le respondió: Yo sé que Dios está aquí. Pero yo necesito en esta habitación alguien que tenga piel.

Jesucristo tiene nuestra piel y nuestro corazón; al encarnarse, se puso a la altura del ser humano, experimentó todas nuestras flaquezas, menos el pecado; estableció su morada entre nosotros, especialmente con los más pobres. Sus seguidores tienen que comprender que la misericordia es la única realidad que puede resumir e iluminar decisivamente todos los demás aspectos del mensaje cristiano (B. Bro). Cuando Jesús se relaciona con el ser humano, especialmente con los necesitados y pecadores siente profundamente la misericordia. Los evangelios nos hablan de distintos momentos en que se le conmovieron las entrañas, como ante el féretro del joven muerto en Naím o ante los ciegos de Jericó; la misma expresión utiliza en el relato de la parábola del buen samaritano y del hijo pródigo.

En el retrato que el buen pastor nos lega de sí mismo, la misericordia es un rasgo verdaderamente capital; él hizo plenamente suyo el programa que Yahvé, pastor de su pueblo, propone en el profeta Ezequiel de buscar a la perdida y traer a la descarriada; vendar a la herida y robustecer a la delicada (Ez 34,16). Las palabras y la conducta pastoral del Señor están traspasadas por la misericordia. Jesús sentía compasión cuando veía a las multitudes vejadas y abatidas, como ovejas sin pastor (Mt 9,36); cuando veía a los ciegos, a los paralíticos y a los sordomudos que de todas partes acudían a él (Mt 14,14); cuando se daba cuenta de que las personas que le habían seguido durante días estaban fatigadas y hambrientas (Mc 8,2).

Cristo tiene muchos rostros y, por desgracia, no es reconocido en ellos por la mayoría de los cristianos; sin embargo, el ha preparado un reino para todos aquellos que sí lo descubren. Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer (?) Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40). Cómo es posible que no le hayamos visto, que no le hayamos reconocido, si lleva tanto tiempo con nosotros, entre nosotros y para nosotros? ¿Tan difícil es entender que todos somos para todos su viva imagen?

Hoy celebramos la fiesta de Cristo Rey. Él tiene nuestra piel, es uno de los nuestros.

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