OPINIóN
Actualizado 19/11/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Fulgencio es putero basto y peleón, de los de enagua en astillero. Fajado en mil faenas de aliño, en las que alguna vez ha asomado una navaja barbera como amenaza de bravura inconsistente y etérea, por medio de persona interpuesta. Le van los cuernos, no tanto los de su lánguida mujer, que los tiene antiguos y bien formados, sino más bien la cuernocracia en la peor de sus acepciones, la de la chulería y la ignorancia, el dominio de la bragueta y de los genitales.

Esmirriado como es, pretende convertir sus carencias en vanidades y argumentos de autoridad irrefutable, pero se le nota la impostura hasta en los andares. Lambón de conveniencia, puede pasar del insulto más rastrero e inarticulado a la paterna condescendencia, sin pensar que los demás tal vez tengan algunas luces más que él y le adivinen la trampa sin esfuerzo.

Cualquiera que le oiga su intento de oratoria de cuatrero, no puede más que percibir frases grandilocuentes, en las que no hay lugar para la disidencia, ya que todo lo ocupa la mentira. Mueve su entrecejo inquieto, cuando trata de sostener la apariencia al proferir en tono mayor sus sesudas bobadas corraleras.

Puesto que se engaña como persona de orden, es usuario habitual de comisarías y de tribunales, en los que difunde sus truculencias y maquinaciones, con todo lujo de detalles, con la intención de derribar al enemigo, como perro viejo que mea en las cuatro esquinas porque no tolera disidencias en su territorio cada vez más angosto.

Pero se le notan las mañas de patán revenido y de frustrado bravucón, pues a pesar de los largos tiempos de la justicia, le van dando sopapos en la cara, de cuando en vez, y todo su artefacto de apariencia queda a la luz de algunos con la claridad del mediodía como supuesta vía civilizada a la que sostenían sólo la venganza y la mala leche.

Más tonto que grande, se deja embaucar por ávidos leguleyos, que huelen sus ganas de gastar sin miramientos, de pagar lo que sea a quien le prometa el oro y el moro para mantener su paripé y su hipocresía. No vaya a ser que quien era admirado por sus palmeros, muestre demasiado de lo que oculta y la farsa se le venga abajo. Por ello se esmera en que su escaso clan de delincuentes difunda por los lugares debidos unas estudiadas patrañas con el único fin de fortalecer su posición, cada vez más frágil e insostenible.

Entre los de su menguada cuadrilla cuenta con varios descendientes, unos bobos y otros menos, que nunca se han entendido salvo por calculable conveniencia. Nunca impidió esta circunstancia que en los momentos necesarios mostraran una fingida hermandad, como de gitanería, dicho sea con respeto para los de la otra raza.

El destacado arrojo, propio de la afición taurina, se va quedando para este sujeto en una sombra de lo que fue, en motivo de insomnio y excusa de malos humores. Se agarra, sin embargo, a un dudoso clavo ardiendo, descartada ya la criminalidad abierta, pues la justicia le ofrece aún su calmado ritmo y sus dilaciones insistentes, por eso arriesga el incumplimiento e ignora con descaro todo lo que no le conviene, tal vez porque en su ignorancia sabe que el delito de desobediencia es más bien artificio y decoración, y que lo de la efectividad de la tutela es bella proclamación con limitadas consecuencias. Hasta que dejen de serlo, claro.

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