OPINIóN
Actualizado 19/11/2018
Rubén Martín Vaquero

Carlos IV de Borbón era aficionado a la caza, como su padre y soñaba, como él, con hacer grandes reformas para que nada cambiase. Mucho trabajo era ése para un solo hombre y aunque Carlos fue una especie de forzudo de circo por la mañana y un artesano relojero por la tarde, es de todos sabido que hubo de buscar ayuda.

Algunos aventuran que incluso le echaron una mano en otros tajos porque su esposa y prima, María Luisa de Parma, parió catorce hijos y se le malograron otros diez. Lo de las reformas tuvo que dejarlo hasta heredar, que ya andaba el padre en el asunto de los prodigios pretendiendo modernizar España sin renunciar ni a la monarquía absoluta ni al ordenamiento jurídico y económico de los privilegiados.

Todo un milagro al que una vez muerto el padre, en diciembre de mil setecientos ochenta y ocho, se dedicó el hijo, y mantuvo en el poder a José Moñino, conde de Floridablanca, porque el nombre sonaba a hazañas y a gigantes. Como ya tenía cuarenta años lo primero que hizo al subir al trono fue convocar Cortes para que jurasen a su hijo, Fernando, como príncipe de Asturias y derogar la ley sálica que impedía reinar a las mujeres, aunque se les olvidó publicar la resolución.

Y en éstas estaban cuando, sin consultar con nadie, se levantó en Francia el vendaval revolucionario. Nobles y eclesiásticos acudieron de inmediato a rogar al rey que alzase en los Pirineos un muro ciclópeo, que preservase a España de los peligros de la corrupción de la moral y de las buenas costumbres para que ellos siguiesen conservando sus privilegios y sus cabezas.

No hizo falta insistirle mucho. Carlos se había enterado de que su primo Luis XVI tenía miedo de que lo descabezasen, con lo que rápidamente encargó al conde de Floridablanca que instalase un cordón sanitario en la frontera gala para evitar el contagio y que de Francia sólo llegase un riguroso silencio. El pueblo español, intrigado y expectante, esperó la reacción de sus ilustrados cuando se enterasen que los franceses nacían libres y permanecían iguales.

No era para menos porque se operó en ellos una profunda metamorfosis. Los más avanzados apoyaron las nuevas ideas revolucionarias y cuentan que se hicieron liberales, otros cerraron filas con los privilegiados, y la gente los llamó absolutistas. Y la gran mayoría se quedó entre unos y otros, en tierra de nadie, y se autocalificaron moderados.

[1] Afirman sus biógrafos que bajaba a las caballerizas a boxear con los mozos y acemileros y los azuzaba: ¡Golpead! ¡Golpead! ¡Qué aquí no soy el rey!

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