OPINIóN
Actualizado 13/11/2018
José Luis Sánchez

Me dejaba abrazarla. Era dócil y su cintura un vaivén de terciopelo. Yo tenía en mi almohada su aposento, como el caniche de la solterona su cestita suavita y cariñosa. Así tenía yo en mi almohada su cuerpo. Su pecho, horadado con mis sueños, se mantenía firme entre mis brazos?y se dejaba hacer, tocar con la caída lentitud de una caricia.

Al pasar, cada día, por la tienda, la veía allí, sola y preciosa. Aquel cuerpo me volvía loco y aquella demencia exultante y extrema me llevó por los caminos del delirio, a vagabundear por la noche sin brújula.

Mi familia se hartó de tanto desvarío mental y de común acuerdo pidieron cita en el psiquiatra. El hombre de la bata blanca, un tipo de mirada oscura, como pasado por la plancha vuelta y vuelta, fondón y añejo gran reserva, me miró fijamente entre compasivo y enojado y me ladró mismamente: ¿¡Y por qué no se compra la guitarra y deja de tocar ya los cojones!?.

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