(éxodos)
Hay imágenes que, con solo contemplarlas y debido al aura que desprenden, nos devuelven esa humanidad que creíamos perdida, en un presente lleno de turbulencias, de barbaries, de exclusiones, de amenazas, de xenofobias y racismos, de violencias, de odios y de muertes.
Vivimos un tiempo de éxodos. Todos los días, en los informativos, nos los retransmiten, casi en directo, los distintos medios de comunicación. Se producen siempre que el ser humano necesita buscar espacios de dignidad, huyendo de barbaries, terrorismos, guerras, hambrunas, amenazas de muerte.
En nuestro tiempo, en nuestro presente, es continuo el que se produce desde África a Europa, con los muertos y muertos naufragados en un Mediterráneo, hoy ya no mar luminoso, sino tenebroso más bien, cementerio donde sucumben los anhelos de un mundo mejor que albergan quienes se embarcan sin ningún tipo de garantía, en busca de las costas europeas.
También el éxodo de los centroamericanos hacia Estados Unidos, huyendo de maras, guerras, hambres y una total falta de perspectivas, constituye estos días otra manifestación de esa búsqueda humana de ámbitos donde la vida pueda ser posible. Y qué penosa es esas sospechas, esas exclusiones a que son sometidas esas víctimas humanas que han de huir: el niño que tira por la maleta, el joven que trata de bañarse con un cubo de agua que se echa sobre su cuerpo, la mujer que da de mamar, sentada sobre una colchoneta y exhausta, a su diminuta criatura?
O ese otro, que Europa ha tratado de taponar de mil modos (con alguna que otra zancadilla inhumana, o ese niño-ángel cuyo cadáver acunaran las olas de una playa turca), de los ciudadanos que escapan y huyen de la ya enquistada, y hoy semiolvidada, guerra de Siria.
Pero, al tiempo que se nos retransmite la barbarie que crea esa fragilidad de los éxodos, se nos devuelve alguna que otra imagen, humanizadora, que nos rescata de las perspectivas sombrías y nos devuelve a las orillas de la dignidad.
Por ejemplo, la de ese turista del norte de Europa que, en una playa gaditana, al contemplar el cadáver de un ahogado, náufrago de una patera hundida, se adentra en las aguas, lo coge por sus brazos y lucha con las aguas, para tratar de llevarlo a tierra; sin importarle en absoluto el mojarse o el estropear su calzado y sus ropas.
O la de ese otro hombre, con aspecto de anciano, que, en México, D. F., cuando pasa esa hilera humana de los centroamericanos en busca de la frontera norteamericana, va repartiendo entre ellos unos bollos que lleva, para que alivien, en la medida de lo posible, su hambre y, al tiempo, para que sientan que hay aún un poso de humanidad a lo largo de ese tránsito tan duro que están realizando.
El arquetipo del buen samaritano, una creación del mundo semítico, asumida por occidente, sigue estando en pie. Menos mal. Es el más seguro antídoto contra barbaries presidenciales, gobernantes cerrados, políticas excluyentes?, que niegan ese sustrato de sacralidad que todo ser humano alberga, sin distinción de etnias y razas, de sexos, de situación económica, o de otra cualquiera distinción a la que la necedad humana tanta importancia concede.
El buen samaritano?