OPINIóN
Actualizado 06/11/2018
Fernando Robustillo

Allá por los años setenta y anteriores del pasado siglo, cuando aún no éramos rehenes de las nuevas tecnologías y los "millennials" no poblaban la Tierra, era el cine el que se preocupaba de la globalización en la que hoy estamos inmersos.

Para nadie debe ser un descubrimiento el espíritu patriota y restringido con el que una gran mayoría de americanos del Norte (en lo sucesivo, "americanos") suelen mirar el mundo, y como esto no es por un hecho aislado, pongamos los ojos en la industria cinematográfica, por ejemplo, y nos daremos cuenta de que, aparte de industria, fue un cártel de imperialismo cultural por el que nos introdujeron sus costumbres y presuntas bondades.

¡Cuántos western o películas pseudohistóricas no habremos visto en nuestra infancia en la que "los buenos" siempre eran los americanos y nos tocó aplaudir a rabiar cuando éstos llegaban a tiempo para salvar al héroe o a la chica!

Fue tal la expansión del cine de Hollywood hacia el exterior, que la industria europea del sector casi se daba por desaparecida. Los americanos nos contaron la Primera Guerra Mundial, introdujeron el cine sonoro y fueron los auténticos amos a partir de la Segunda Guerra.

Pero como en Economía lo que se expande sin control tarde o temprano termina en crisis, o burbuja, como mejor lo entendamos los españoles, llegó a un punto en el que los gastos de producción cinematográfica se dispararon y la exportación se convirtió en una cuestión de supervivencia.

Así, convertida la industria norteamericana en un asunto de Estado, terminó siendo amparada por éste, un hecho que también se dio en las modestas industrias europeas para protegerse de aquella gran competencia, siendo varios los países, incluida España, en la que los muros de contención fueron las cuotas de pantalla al cine de importación, aparte de impuestos por ganancias o doblajes.

Pero aquello no era nada que no pudieran superar los americanos, pues su táctica fue la inversión en la producción de películas "europeas", unas películas que después de favorecerse de los incentivos que los distintos países ofrecían a la industria "propia", pasaban a las distribuidoras americanas. Y como no es de recibo cambiar el reglamento a mitad de partido, era una opción legal que indirectamente contaba con todos los beneficios para ellos.

A través del cine y por el deseo de vender el mayor número de películas posibles, se intentaba universalizar los mensajes y homogeneizar las culturas. La globalización estaba en marcha.

Aquí podíamos cerrar lo ocurrido tiempo atrás con el cine y decir que los procedimientos de hoy son muy parecidos en otros sectores. Así la cultura europea y mundial, en diferentes aspectos, presuntamente se halla intervenida bien por la propiedad, como son las multinacionales, bien por las modas o hábitos norteamericanos, llámense Halloween o Walt Disney, etc., con un sello permanente y muy particular.

La influencia sobre los americanos es muy difícil, aunque sintámonos orgullosos con una broma y digamos que hubo un día en nuestra reciente historia en la que conseguimos que todos ellos, incluidos los Clinton, bailaran la Macarena. Algo es algo y esto ya no nos lo quita nadie, pero tiene un sentido totalmente ocasional.

Y, para terminar, que sepan los americanos que somos amigos, y si no podemos llevarles nuestras costumbres, que tampoco se lleven nuestro jamón, que ya sabemos que ellos no dan puntadas sin hilo, y aunque ahora nos riamos y digamos que al fin y al cabo los cerdos van a cebarse con cacahuetes, no les quitemos importancia, pues también les van a echar nueces, con lo que puede salir un jamón inmejorable para el colesterol.

Sin embargo, esto no es lo suyo, mejor que se dediquen a otras cosas y sean conscientes de que siempre serán bien recibidos cuando vengan a ver nuestros monumentos o nuestra Semana Santa y se tomen un pata negra como Dios manda, aparte de disfrutar, por ejemplo, de los Sanfermines, las Fallas, la Feria de Abril o la Tomatina. Diviértanse y, por favor, no se dediquen a matar cochinos.

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