OPINIóN
Actualizado 05/11/2018
María Jesús Sánchez Oliva

Un año más hemos celebrado el Día de los Difuntos. Las tumbas de mármol de nuestros cementerios se llenaron de flores, de lágrimas, de oraciones y de silencios que recordaron a nuestros muertos que siguen entre nosotros, que no los hemos olvidado. Pero no todos los muertos tienen una tumba donde poder recibir los recuerdos de los suyos y descansar en paz.

El treinta aniversario del primer inmigrante marroquí desaparecido en el Mediterráneo nos recuerda que hay casi siete mil personas desaparecidas en sus aguas.

Eran hombres, mujeres y niños que un día la esperanza de prosperar les cerró los ojos para no ver los peligros del mar y decidieron embarcarse en una patera de juguete para llegar a las costas de España en busca de un futuro mejor, y antes de cruzar el Estrecho de Gibraltar el mar les abrió su tumba y el agua borró para siempre sus nombres, sus sueños y sus proyectos. Eran mujeres, hombres y niños que tenían derecho a trabajar y estudiar para vivir con dignidad en la tierra que los vio nacer, pero alguien decidió que tenían que vivir pobres para que otros se murieran ricos, y ante la total ausencia de posibilidades para hacerlo, tuvieron que armarse de valor y emigrar. Eran niños, mujeres y hombres que desde sus tumbas de agua siguen pidiendo auxilio, ayuda, justicia, pero el agua que borró sus nombres para siempre calla también sus voces para que nadie se sienta culpable de su triste destino y todos podamos vivir en paz.

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