Nada hay más frustrante para un padre que la contestación del hijo que, sobrepasado por los acontecimientos y apesadumbrado, acaba reconociendo: ¡Qué razón tenías, papá! Lo primero que experimenta el padre es un alivio por comprobar que el hijo ha sabido rectificar; pero, al mismo tiempo, le invade una cierta pena por el tiempo perdido y por las consecuencias negativas que acompañan siempre a una conducta descarriada. Cuando, por primera vez, oímos la parábola del hijo pródigo hay varias ideas que nos interrogan. Antes que nada, la alocada vida del hijo menor que, en contra de la opinión del padre y dueño de su propia libertad emprende un camino equivocado dilapidando su patrimonio y alejándose de los suyos. Humanamente, es admisible la reacción del hermano mayor. Ha sido fiel a la casa paterna y comprueba cómo el padre celebra por todo lo alto el regreso del transgresor. Al profundizar en el corazón misericordioso del padre, podremos llegar a catalogar como egoísta la postura de ese hijo mayor, incapaz de solidarizarse con la alegría del padre. Menos mal que ese padre siempre sabe cuál es el camino acertado.
Dejemos ahora el nivel de lo bíblico y pongamos los pies en lo terrenal. Quien no esté obnubilado por alguna cortina revanchista, y contemple imparcialmente la marcha de los acontecimientos, advertirá lo peligroso del momento. Cuando Sánchez llegó a la Presidencia del Gobierno, ni los más próximos a Ferraz imaginarían el grado de concesiones que estaba dispuesto a conceder para perpetuarse en el cargo. Ya no se trata sólo de constatar la cantidad de promesas falsas que hizo en su discurso con ocasión de la moción de censura. Aquello fue sólo el principio de toda una catarata de barbaridades anti natura cuyo límite es imprevisible. Compadezco a los españoles partidarios de la verdadera democracia, que en su día vieron en el PSOE la forma de alimentar la transición y el consenso; que, con su voto, hicieron posible su llegada al gobierno para que toda España comprobara que aún se podía confiar en un socialismo de nuevo cuño, capaz anteponer el progreso de la mayoría a las ambiciones personales. Aquel socialismo ha desaparecido de la escena política y sus líderes, salvo una valiente minoría, no se atreven a reconocerlo públicamente.
La factura que está abonando Pedro Sánchez para seguir gobernando sin convocar elecciones no debe ni puede ser aprobada por la mayoría de españoles. Va contra las reglas de lo que todo el mundo civilizado llama lógica y sentido común. Aliarse con fuerzas políticas de las que renegaba tres meses antes de llegar a la Presidencia del Gobierno tiene dos lecturas: mentía cuando rechazaba su apoyo, y pretende que ahora creamos que, si ha cambiado de parecer, lo ha hecho buscando el bien de todos los españoles. Además de mentir, ya ha perdido la vergüenza y nada le importan las consecuencias de tanta iniquidad. De lo contrario, nadie podría entender la mezquindad de sentarse a chalanear con los nacionalistas que buscan su separación de España, consentir constantes vejaciones a la Corona, presionar descaradamente a la Justicia en favor de los delincuentes, menospreciar a CFSE, desdeñar el dolor de las víctimas del terrorismo, o cambiar votos felones por presupuestos.
Pedro Sánchez ha llegado a tal grado de enajenación egocéntrica que no se da cuenta de lo que se le viene encima. Los nacionalistas le sacarán ?nos sacarán- los hígados y nunca se darán por satisfechos porque nada les importa España. En cuanto a los populistas, resulta casi inexplicable que no haya ningún socialista cuerdo capaz de advertirle que no pretenden ayudarle a gobernar, que lo que buscan es anularlo y ocupar su puesto. Le están utilizando y no se entera.
Estamos avanzando, a más velocidad de lo que algunos piensan, hacia una situación parecida a la de los años treinta del pasado siglo. Para contrarrestar el acceso al poder de las fuerzas del centro y la derecha, se articuló entonces un conglomerado de organizaciones izquierdista, más o menos apartadas del centro, que dio lugar a la II República, cuyo primer bienio dejó ver el rotundo fracaso de la fórmula y trajo consigo el triunfo de las derechas. Pronto, como era de esperar, fue calificado de "bienio negro" por una izquierda que nunca aceptó su derrota en las urnas y se enredó en maniobras desestabilizadoras contra la República. La aparición en escena del Frente Popular facilitó las cosas en febrero del 36. Se pasó por encima de toda legalidad, desaparecieron los escrúpulos y se "tomó" el poder antes de finalizar el recuento de votos y la consiguiente proclamación oficial de los resultados. No tuvieron ningún repara en proclamar que se debía facilitar "el empleo de la violencia aniquiladora de las derechas, pues lo que la izquierda desea y cree oportuno es la guerra civil".
Lo que se vivió en España desde esos momentos hasta el 18 de julio, debería ser suficiente para no dar lugar a nuevos experimentos. Precisamente el PSOE tuvo mucha responsabilidad en los graves sucesos que manejó el Frente Popular. El golpe de estado se inició en febrero y ya no fue posible la paz. Por desgracia, aquellos socialistas se salieron con la suya y vino la guerra civil. Guerras civiles que nunca tienen un vencedor, siempre tienen dos perdedores. Si no recuperamos la cordura, el castillo de naipes que está construyendo Pedro Sánchez sólo necesita un pequeño soplo para venirse abajo. Y no hablo de guerras. Hablo de locuras, de ambiciones, de egoísmos, de mentiras, de injusticias, de intransigencia. Todo eso, además de fomentar el desencuentro entre españoles, debilita a todos y acarrea tan malas consecuencia como una guerra. En esta parábola, el padre que nunca se equivoca es el pueblo. En lugar de pelearse entre hermanos, dejemos que sea él quien decida equivocarse, pero que no lo haga nadie por él.