OPINIóN
Actualizado 04/11/2018
Eusebio Gómez

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»

Respondió Jesús: «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos.» (Mc 12, 28-34).

Cuenta un relato Zen que un discípulo se que­jaba continuamente a su Maestro de estar ocul­tándole el último secreto para alcanzar la ilu­minación. El Maestro, sin embargo, no tenía la más mínima intención de ocultarle nada. Un día,


maestro y discípulo salieron a pasear juntos por el bosque. Mientras caminaban, oyeron cantar a un pájaro. "¿Has oído el canto de ese pájaro?". "Sí", respondió el discípulo, comprendiéndolo todo de repente. "Bien, ahora ya sabes que no te he estado ocultando nada", le dijo el Maestro.

En cualquier comunicación podemos ser emisor y oyente. Preferimos, normalmente, hablar a escu­char. Escuchar es distinto de oír. Oímos ruidos, palabras y lo hacemos sin que intervenga nuestra voluntad. Oímos sin querer. El escuchar es un acto consciente, voluntario y libre. Escuchar no quiere decir no hablar. Escuchar es algo más que estar callados.

Con frecuencia escuchamos sin oír, del mismo modo que también oímos sin escuchar. Escucha­mos sin oír cuando queremos confirmar nuestras ideas en lo que dicen los demás. Por querer escu­char algo preciso, se obstaculiza el simple oír. A medida que amamos a una persona, le escucha­mos con benevolencia. La palabra y el silencio sir­ven al amor. El nivel más profundo de comunica­ción se realiza por medio del amor, pues el amor une. Cuando detestamos a alguien, lo herimos con nuestra palabra y silencio.

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