OPINIóN
Actualizado 31/10/2018
Carlos Aganzo

Es una tradición recurrente en la Ciencia Política adjetivar a la democracia, en tanto que forma particular expresiva de lo político, y evaluar su desempeño mediante mediciones que permitan graduarla según distintos estadios. También es frecuente descomponer sus dimensiones que la configuran para enfatizar alguna sobre otra. El resultado produce varios centenares de expresiones que muchas veces desaparecen de inmediato y pocas quedan cierto tiempo en el acervo de la disciplina hasta que la moda o la coyuntura que las encumbró las pierden en el olvido. ¿Quién se acuerda hoy de las democracias populares articuladoras del denominado socialismo real o del término acuñado hace apenas dos décadas por Guillermo O'Donnell de democracia delegativa? Sin embargo, es una tarea insoslayable de quienes nos dedicamos al estudio de la política aventurar esquemas interpretativos del acontecer presente, formular hipótesis que guíen la investigación, en fin, encontrar causalidades sobre lo que sucede al derrotero.

Apenas en los dos últimos años se ha producido tal secuencia de acontecimientos que han cambiado profundamente la faz de los sistemas políticos donde sucedieron con efectos innegables, aunque todavía no suficientemente desarrollados, sobre la vida de la gente y sus expectativas. Cierto que ello ha venido acompañando al irrestricto e impetuoso avance tecnológico registrado en la comunicación y en la información que ha potenciado y enrevesado aun más la sociedad líquida ya anunciada por Zygmunt Bauman hace un cuarto de siglo. El resultado ha sido devastador para una instancia fundamental de la democracia en su faceta representativa como son los partidos políticos que han visto cómo se desvanece su protagonismo al decaer su función de intermediación, la capacidad de aglutinar, así como de canalizar identidades dispersas y la posibilidad de mantener la confianza de la ciudadanía en ellos. En su lugar, voces altaneras y disonantes se enseñorean del espacio público, siendo lo más relevante su apuesta por el brutal discurso del yo que repudia al otro.

Pero el actuar político sigue asentado en procesos electorales para la selección de las autoridades y para recabar la opinión ciudadana en cuestiones relevantes como la aprobación de unos tratados de paz, la desmembración de componentes nacionales o estatales de esquemas de unidad o de integración previos. Por otra parte, la Justicia, como un tercer poder del Estado que a veces no ha sido tenido en cuenta, está actuando políticamente como nunca: hoy el número de políticos encarcelados por doquier es un hito histórico, además interviene con decisiones muy controvertidas. Son evidencias notables que, paralelamente, no deben dejar de recordar, como señala Mark Lilla, que en el liberalismo post identitario en cuyo seno estamos la democracia es también una cuestión de deberes como el de informarse fuera de la burbuja del enjambre digital de Byung-Chul Han en que cada uno se inserta, de debatir sopesando debidamente las emociones, que parecen haberse adueñado del mundo, frente a las razones, y de enfatizar lo que es común cara a la diferencia. Aspectos para con los cuales parece que la fatiga se impone.
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