Los pícaros son personajillos genuinamente españoles, protagonistas por méritos propios de un género literario muy nuestro y definidor del alma hispánica, como son los toreros, las celestinas o los bandoleros de Sierra Morena, siendo la picaresca conducta dominante en la piel de toro durante los últimos siglos.
Pero la truhanería dominante hoy día incorpora una vulgaridad ajena a la gracia mostrada por los granujillas de la picaresca surgida en la transición del Renacimiento al Barroco, donde los guzmanes de Alfarache y lazarillos de Tormes gozaban de simpatía popular por sus fechorías de guante blanco.
La picaresca moderna ha salido de los arrabales para instalarse en colmenas urbanas vecinales, grandes superficies comerciales, despachos profesionales e instituciones públicas. No se viste de harapos, ni mendiga en monasterios, ni finge cojera, ni tima con estampitas.
Tampoco la practican apátridas menesterosos, ni charlatanes de feria, ni sopistas de conventos, ni cómplices de trileros, porque hoy es madre de la codicia, hija de la golfería, hermana de la mentira, pariente del abuso, allegada de la procacidad, amiga de la impunidad, compañera de la insolencia, vecina del descaro, inseparable de la desfachatez y aliada del atrevimiento.