Algunos días las cosas se rebelan. Manifiestan sus cabreos diarios, sus crisis de pareja o su soledad, sus enojos, sus cansancios (las cosas a veces se cansan mucho), y en ocasiones hasta se cuelgan.
Se cuelga mi ordenador por tanto trabajo, se cuelga mi móvil porque tengo muchas fotos y muchas fotos y más que muchas fotos y muchos vídeos y muchos enlaces y muchos amigos, y mucho de todo, -porque tengo mucho-, y él, el móvil, tiene demasiado y se cuelga. Y se cuelga cuando menos te lo esperas, y no te avisa, o sí, pero tú no lo veías o no querías ver que se llenaba. No lo querías ver. Y se cuelga a propósito, para fastidiarte bien justo el día que te mandan esa foto, exactamente esa, la que tú querías ver en ese preciso instante, y qué faena, justo ahora, justo hoy, y ese es el día que más fotos y más vídeos interminables te mandan. Vídeos que no son de cuarto y mitad o de mitad de cuarto, vídeos que pesan, que pesan kilos de bytes, de los bytes que pesan kilos, de los kilos que pesan bytes, y te quedas allí, delante de la pantalla, con cara de rabia, con cara de peeeena, y le das una vez y más veces a la pantalla de tu móvil y siempre te da la misma respuesta: que no tienes sitio. Que no hay más para guardar nada de tanto como guardas. Que no cabe una foto, ni un vídeo, te dice otra vez el móvil. Que ya vale de mil fotos iguales de las mismas personas con la misma sonrisa un poco más sonriente y otra un poco menos, y donde aquella persona se alisa el pelo, la otra no ha sonreído, y donde estás junto, estás un poco más junto. Y el móvil, a tus pulsaciones (de yema de dedo, porque a las del enfado de tu corazón nunca osaría contestarte) sigue respondiendo con la misma tozudez: que nada, que tienes muchas cosas, que no hay sitio, y que, o limpias y borras y quitas o eliminas o no hay nada que hacer, y si insistes, se pone farruco y te dice que no, que cambies de tema que no te hace caso por más que dejes planas tus huellas dactilares pulsando mil veces el protector del cristal de la pantalla.
A veces las cosas se empiezan a rebelar y a manifestar sus negativas ya desde por la mañana y se lanzan de mis manos al vacío, se estampan contra el suelo, se meten debajo de un sillón y se ponen a jugar al escondite. El pendiente de las prisas mañaneras antes de ir a trabajar, aquello que no ha rodado nunca se pone a rodar debajo de tus narices bajo unos ojos despavoridos porque aquella cosita, aquella piececita minúscula de aquello que te has puesto quinientas veces ha empezado a dar vueltas, hoy, delante de ti, con ese descaro, y rueda de una pata de un mueble a la pata del sofá y de ahí a rodear la pata de la mesa que sostiene la lamparita bajo cuya luz aprietas con la yema de tu dedo el protector del cristal de la pantalla de tu móvil, y crees que hay una cámara oculta que te gasta una broma y que te van a colgar el cartelito de inocente, pero allí no llega nadie con aquello ni con el ramo de flores y la cosa se regodea girando por la pata del sofá sin que, aparentemente, que nunca se sabe, nadie, en tres metros a la redonda de ti, esté teledirigiendo el objeto.
Y si no es eso, los cristales (perdón: millones de cristalitos) de ese vaso que se ha suicidado huyen en diáspora por todas, todas, insisto, todas las baldosas de la cocina, y aunque barras y barras e inventes la actualización 10.15 del barrido seguirás teniendo cristalitos de ese mismo vaso de por vida en tu cocina: debajo de los muebles (pero cómo, si llegan hasta el suelo), debajo de la lavadora, del lavavajillas, del frigorífico, de la puerta de la cocina, con el ¡¡¡ññaaaacccc!!! de los nervios cada vez que abres y cierras; debajo de la puerta de la terraza, que suena con un ¡¡ññññññññaaaaaaaccccccc!! distinto, con más recochineo, porque el material de la baldosa con el cerramiento de la cocina protesta de forma diferente con el cristalito de marras entre medias, y vas descubriendo cómo el vaso suicidado te recrimina de por vida con su quejido cada vez que haces cualquier minúscula, cotidiana acción en tu cocina (a veces incluso en la puerta de la entrada, porque la llevaste sin querer pegada en la goma de tu zapato). La esquirlita de cristal del vaso suicida. ¡¡De por vida!! Claro que? a veces te llevas gratas sorpresas, porque uno de tantos días en que estás tan optimista, que rebarres lo rebarrido con la versión 14.7 del barrido, cuando ya otras cosas ocupan tu cabeza, de pronto te ilusionas diciendo: "¡Andá! ¡¡Un diamante en la cocina!! ¿De dónde habrá salido?" ¡Y te llenas de contento! (Hasta que tu desagradable memoria te acerca el funesto día de hace cinco años en que se suicidó, se precipitó sin saber por qué desde tus manos a las baldosas de la cocina el tan recordado -junto a toda su familia- vasito).