OPINIóN
Actualizado 06/10/2018
Ángel González Quesada

Las portadas, los informativos y hasta las tribunas políticas se llenan de personajes corruptos, mentirosos, tramposos o falsificadores, cuya reputación no alcanza la altura de sus propios zapatos, pero que alentados por sentencias absolutorias o prescripciones y archivos judiciales, o parapetados en triquiñuelas legales, jaleados por cohortes de aplaudidores o emboscados en sospechosas ausencias de pruebas, se muestran cual inmaculados jerarcas o próceres incontestables (y hasta se hacen llamar poetas), atreviéndose, incluso, a aparentar la ofensa por haber sido un día acusados de algo que, aunque evidente, no ha podido ser demostrado legalmente.

Tal vez no sea la reputación el valor que hoy sea más apreciado, siquiera en cuanto afecta al concepto en que los demás tienen a uno; o quizás categorías tan valiosas como el honor, el prestigio o el respeto no coticen al alza en este tiempo de presuntuosidad y titulitis, fachada y blanqueo, apariencia y caradura. No hablaremos ahora de la reputación que dan las cosas ni la nombradía que otorga un sillón; ni de la notoriedad couché ni la fama manufacturada; ni tampoco de popularidad, que son todas hijas de la apariencia y dependen de la percepción de lo manipulado y, en cierto modo, de lo artificioso y lo superficial (y del tamaño del rótulo), sino de valores que tienen que ver con la dignidad de la persona, su apreciación personal (no pública), entendida como la consideración de su comportamiento moral o ético, del propio nombre y la personalidad pronunciados, vividos y proyectados por él mismo y sus actos con el suficiente respeto, seriedad, decoro, sensatez o responsabilidad como para que como persona, como individuo y miembro de la comunidad, sea considerado digno en cuanto su valor humano, el de su palabra y sus acciones.

Tiene que ver lo anterior con la consideración (más bien desconsideración) que muchos personajes públicos de toda condición creen tener de su propia reputación referida a los valores de la dignidad, la moralidad y hasta el nivel de confianza que proyectan, porque en la actualidad se ha querido depositar en la letra de sentencias judiciales, en la verborrea de declaraciones políticas o en los niveles de audiencia o popularidad mediática, la "demostración" de valores como la honorabilidad, la credibilidad, la dignidad o la "estatura" humana. Craso error, porque valores del calado de algo tan indefinible como la "talla personal" o la consecución del respeto de los demás, que se sustancian en la mirada y la consideración del otro sobre uno mismo, no dependen de alabanza ajena o lisonja de escuderos, y ni siquiera de la autoalabanza, sino que han de gestarse en el comportamiento propio, la coherencia que induce la constante certeza para los demás de la existencia en la intimidad de la persona de(siempre indemostrables) valores de veracidad que se traslucen en categorías que tienen que ver con eso que llamamos talante, bonhomía o en la constatación de ciertas renuncias.

La reputación, como compendio de los valores de la dignidad que florece en la fiabilidad y la respetabilidad de las personas, se sustenta también en la certeza de que no puede ser comprada ni aparentada. Y mucho menos lograda con maquillaje. Cosas como la dignidad, el decoro, la solvencia, la seriedad o la honradez no las proporciona una sentencia judicial absolutoria ni una ampulosa declaración de "conciencia limpia", y mucho menos un coro de correligionarios escupiendo incesantes alabanzas; ni tampoco un cargo, una corona o un muro. El comportamiento personal, lo que se hace y se dice, lo que se trasluce y hasta lo que se calla en esta plaza pública del mundo donde el espectador más crítico es el propio espejo, van definiendo, más que el brillo de la popularidad o los barnices de la propaganda, lo que una persona realmente es. Y hay demasiada "clá" en el teatro de la apariencia.

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