Entre las tragedias que diariamente azotan este mundo irremediablemente denostado por nosotros, el pasado domingo traspasaba la frialdad de los sucesos y la incuria de la indiferencia, la noticia del incendio en Río de Janeiro del palacio de San Cristóbal, que albergaba el Museo Nacional de Brasil, uno de los centros culturales más importantes del planeta. Las primeras valoraciones sobre tan escalofriante pérdida coinciden en señalar la desidia y la falta de adecuada y suficiente atención como causas de la destrucción de unos fondos con valor cultural, humano e histórico (valgan todas las redundancias) absolutamente inabarcables no solo para la identidad de Brasil sino para la memoria y el porvenir del mundo entero.
En el calcinado museo, cuya destrucción ha sido comparada con la de la Biblioteca de Alejandría, con pérdidas tan y más irreparables cuales las de las hogueras de las bibliotecas de Sarajevo o Bagdad, han ardido referentes culturales de importancia universal y piezas únicas de incalculable valor, tales como los restos de Luzia, un fósil humano de más de 12.000 años, y todo tipo de objetos de pueblos indígenas de enorme importancia antropológica, grabaciones de idiomas desaparecidos, restos de dinosaurios, meteoritos o momias egipcias y frescos de la antigua Pompeya, por citar solo algunas de las tragedias particulares que componen la gran tragedia de esta catástrofe.
Si existe una decisión política que, lamentablemente, se repite en los consejos de ministros de cualquier país de cualquier latitud (salvando escasísimas excepciones), es la de que cuando es preciso recortar presupuestos públicos sea la cultura la primera y principal materia afectada. Así, la conservación de museos, el apoyo a la investigación histórica, el avance en el conocimiento de la historia, el sentido de la contemplación y conocimiento de las obras artísticas y la existencia misma de los objetos de la historia del arte, o la atención y cuidado de cualquier disciplina que tenga que ver con la amplitud del conocimiento humano, es degradada al lugar último de las "necesidades" sociales, primando siempre sobre el ámbito cultural, en gobiernos cada vez más ineptos para la inteligencia, el posibilismo electoralista y la supina ignorancia de creer que el conocimiento de un museo, la recuperación y conservación de un fósil, la restauración de un incunable, la memoria de lo que fuimos o la contemplación de una pintura de seis siglos, por ejemplo, son menos importantes que cualquier otro gasto público.
La importancia que la cultura tiene en el desarrollo de cualquier sociedad es tal, que su definición abarcaría todos y cada uno de los aspectos de la convivencia y el crecimiento, pues el conocimiento constituye la base fundamental de la condición humana, y no existe materia, afán, proyecto, memoria, acto o pensamiento que no contenga, proceda, genere o dependa de la cultura en sus mil aspectos y su inabarcable red de relaciones. Es por ello que las acciones gubernamentales que pretenden abaratar los presupuestos destinados a la cultura (y en España sabemos mucho de la indigencia cultural de nuestros gobernantes), no revelan sino una falta de sentido de tal calibre, que debería incapacitar automáticamente a cualquier dirigente que demostrase carencia tal de inteligencia.
El precio que la Cultura paga por la desatención política y pública, hoy del museo de Río pero otro día, y ya se ha comprobado, de cualquiera de los museos que en el mundo entero sufren los recortes presupuestarios, la negligencia, desatención y desidia gubernamentales (o se convierten en objetivos bélicos), es una afrenta que ningún gobernante tiene derecho a hacer a su pueblo y, por extensión, al género humano, no solo por la privación de memoria, arte e identidad que conlleva, sino por cercenar las posibilidades de conocimiento futuro al que faltará la base misma de su desarrollo. Pero, como decide siempre quien no está a la altura de la responsabilidad que le encomiendan, las "soluciones" que el gobierno brasileño propone (cebada al rabo) para evitar sucesos parecidos en el futuro, es la recurrente ocurrencia de privatizar la cultura, desentenderse de su gestión y, como tantas otras obligaciones que esquivan, poner en manos de empresas especulativas la conservación y atención de los bienes culturales, para convertir en mercancía, plusvalía y beneficio privado lo que debería ser siempre tarea pública, en toda circunstancia e indudablemente.