Dicen que el verano es la estación por excelencia de lo efímero. Será por el espíritu vacacional preponderante o por los cambios que nuestros cuerpos confrontan a consecuencia de temperaturas más altas, de la presión atmosférica mayor y de los largos días. La gente tiende a trivializar más aun su existencia. Las promesas se suceden como salmos en papel mojado y el sentido de culpa que se enseñoreará de muchos al final del estío empieza a asomarse en el horizonte. Es el momento por excelencia donde ir de farol de modo permanente apenas ofende porque, precisamente, de eso se trata. Lo importante es saludar al tendido ufanamente, con la vista perdida en el grupo desenfocado, sin precisar la cara de nadie. No importa. Basta mantener la sonrisa para proyectar la felicidad incuestionable, transmitir a los demás que uno pasa por los momentos más entrañables, aunque sepa que el diluvio está en la hoja siguiente del calendario.
Elevar la copa en medio de un almuerzo o en una recepción siguiendo la invitación a la gente presente a celebrar el motivo por el que está reunida es un gesto harto conocido que nadie ha dejado de protagonizar en uno u otro momento de su vida. Las cenas de amigos, las reuniones familiares, las bodas, los lances profesionales, los simposios académicos, la comida de confraternidad entre los bandos en liza después de un encuentro deportivo, en fin, los banquetes diplomáticos, incorporan en su liturgia este acto que se acompaña de unas palabras del anfitrión y que, a veces, son respondidas por alguien en representación de la concurrencia. Palabras formales, de cortesía, que ocasionalmente incorporan algún chiste o una sutil ironía, o que pueden provocar encono frente a aquellas que invitan a la solidaridad y a la unión grupal. Alzar el vaso y chocarlo leventemente es el ritual con el que concluye el evento.