OPINIóN
Actualizado 20/08/2018
Ferenando Segovia

Desde ayer dispongo de unos días, pocos, para cargar las pilas. O sea, vivir sin móvil, sin agenda y haciendo lo que me apetezca. Y me apetece sacarle brillo a los cromados, o sea, reciclar, restaurar, actualizar algunas de las bases de mi espiritualidad. La espiritualidad es lo que anida en nuestra conciencia como caldera de nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestros sentimientos. Es lo que da coherencia consciente, valga la redundancia, a nuestra vida. La espiritualidad es el decantado de un montón de lecturas, reflexiones y, sobre todo, experiencias que han ido conformando nuestro modo de pensar, sentir, querer y actuar, en resumen, nuestro modo de ser. La espiritualidad tiene una característica importante: es consciente; o sea, no se trata de un impulso o una pasión ciegos, sino de un modo de ser, fruto de muchas influencias externas y movimientos internos, que hemos adoptado como propio.

Es muy difícil comunicar la propia espiritualidad en pocas palabras. Por eso normalmente se expresa en símbolos, polifacéticos y cargados de contenido vivencial.

Mi espiritualidad se apoya en unos cuantos símbolos que fui descubriendo en el movimiento scout católico cuando niño y adolescente, que es cuando se ponen los cimientos de la vida, los que duran de por vida. De momento, insistiré en tres:

  1. La montaña: un scout no es un montañero nato, aunque los hay y muy buenos. El Escultismo no está para formar montañeros de alto standing sino para ayudar a que cada niño y joven se enfrente y ascienda la montaña que esté al alcance de sus fuerzas. Bien es cierto que, para cualquier niño de ciudad, o de pueblo, un puede parecer un Everest imposible, sobre todo si no está acostumbrado. Pero con la ayuda de los monitores y, sobre todo, de los coetáneos, descubrirá que es capaz de superar cimas muy altas. La montaña ayuda a la interiorización aunque no más sea por ahorrar energía en cosas inútiles y emplearla en seguir ascendiendo un paso más. La montaña se nos impone, nos puede, nos hace parecer ridículamente pequeños y frágiles. La montaña es misteriosa; cuando parece que has alcanzado la cima, surge otra más alta como un reto. A la montaña hay que respetarla, es demasiado seria como para jugar con ella; pero cuando has alcanzado la cima y tiendes la vista por el horizonte, si te dejan las nubes, los pulmones se limpian, la vista se ensancha y el corazón se refuerza. Y te invade la alegría y la satisfacción del reto superado.

Hay otras montañas en la vida: superar un curso académico que se atraviesa, coronar una grave enfermedad, montar un negocio, formar una familia, encontrarse con Dios, que está en todas partes, al decir del catecismo, pero siempre ha tenido gusto por las cumbres.

  1. La mochila?no demasiado cargada. Los errores de principiante, sobrecargándola, se pagan caros, pero enseñan algo muy importante: a distinguir lo esencial de lo accesorio. Por otra parte, el no llevarla demasiado cargada permite echar un hombro para llevar la carga de los más débiles.
  2. Las botas o zapatillas de marcha. Suele decirse que las cosas nos entran por los ojos y no vamos a negarlo ahora. Pero lo importante se aprende por los pies. Las teorías y las utopías son brillantes, enrevesadas o bonitas, pero se validan pie a tierra. Se trata, ni más ni menos, que del principio de Encarnación, la dimensión práctica de la fe, o las consecuencias prácticas de la relación con el Misterio, con el Innombrable, con el Trascendente. O de otra manera, el principio de coherencia entre la fe y la vida.

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