OPINIóN
Actualizado 13/08/2018
Francisco López Celador

¿Existe alguna ley natural que califique como principios progresistas aquellos que puedan chocar frontalmente con la ética, la delicadeza, la honestidad o los derechos humanos? ¿Declararse inequívoco defensor de la vida va en contra de algún tipo de progresismo? ¿Algún ser vivo de la creación tiene entre sus genes el de aniquilar a sus propios descendientes, antes de que nazcan? Efectivamente, para nuestra vergüenza, el único que practica esta barbaridad es el ser humano. Por ese prurito -apropiado por la izquierda, porque sí- de presuponer que se está en posesión de la razón para impartir lecciones de honestidad y moral, siempre se ha pretendido justificar la eliminación de un ser humano para remediar otra acción supuestamente más despreciable.Que existen casos muy especiales en los que está justificada la decisión de una madre de interrumpir su embarazo, es algo que nadie discute. De hecho, todas las organizaciones proabortistas, conocen perfectamente esta posibilidad. Pero no es eso lo que las saca a la calle. Ante la disyuntiva entre vida o disfrute, han optado claramente por esto último. Nuestra sociedad del bienestar ha llegado a tal grado de molicie, regodeo y ausencia de lo que se entiende por moderación, que cualquier satisfacción carnal tiene prioridad sobre la vida de un ser humano.

De poco sirve que la Iglesia haya pasado de posturas inmutables a postulados acordes al avance de la sociedad. Siendo inamovibles conceptos como el de la ley natural que invoca el respeto de la vida humana, la doctrina social de la Iglesia ha sido sensible a situaciones familiares inmersas en dificultades económicas. Ya no resulta tabú hablar de control de la natalidad dentro del matrimonio. Tampoco se puede culpar a la Iglesia de olvidarse de esas parejas que conviven sin estar casadas, o las formadas con matrimonios separados. Basta estar atentos a los comentarios y escritos del papa Francisco para comprobar que siguen siendo una de sus principales preocupaciones. A nadie que viva un amor sano y sincero, se le cierra ninguna puerta. Yo soy de los que piensan que el problema de esas parejas, rehechas después de haber fracasado su anterior matrimonio, acabará teniendo su sitio en el seno de una Iglesia cuyo Creador nos trajo a este mundo precisamente para salvarnos.

Ahora bien, por mucho que avance la civilización y por grandes que lleguen a ser los progresos de la ciencia, hay algo que no ha cambiado: Dios hizo libre al ser humano. Nos lo demuestra a diario la necesidad que ha tenido la sociedad de corregir conductas que se oponen a esa ley natural. Si los humanos fuéramos fieles a esos preceptos, no necesitaríamos leyes, jueces, policía, cárceles, ejércitos, sacerdotes, etc. Esto sería el paraíso terrenal. La triste realidad es bien distinta. Los humanos malempleamos esa libertad con acciones que van contra natura. Nos falta voluntad para cumplir con la ley natural. Y mucha culpa de esa falta de voluntad hay que buscarla en una formación que, las más de las veces, ha estimulado lo fácil, lo cómodo, o lo rápido, olvidando el esfuerzo, el sacrificio, el afán de superación, la ayuda a los demás. Si a esto añadimos la carga que supone una tergiversación interesada de la verdad, llegaremos a conceptos que, por muchas veces que nos bombardeen, nunca podrán llegar a ser verdad.

Con ocasión de la reciente votación del Senado argentino, oponiéndose a la despenalización del aborto libre a partir de la semana catorce de gestación, algunos medios de comunicación publicaban en primera página: "El Senado argentino impide que las mujeres puedan decidir cómo y cuándo quieren ser madres". Otra vez la libertad, en este caso la de expresión. Aquí no hablamos de la famosa frase de la coma mal colocada:"Ibis redibis non morieris in bello". Nada de eso. Se podía haber titulado la noticia: Argentina se inclina por proteger la vida de los nasciturus. Pero no. Se sigue proclamando a los cuatro vientos algo que no es verdad: matar a un ser humano nunca puede ser un derecho de la madre. La ley establece muy claramente los casos en que está despenalizado el aborto - las graves malformaciones congénitas, los embarazos fruto de violaciones salvajes, entre otros-. En España hemos tenido leyes del aborto, revocaciones, nuevas leyes, amagos de aboliciones, y así hasta hoy; unas veces por falta de escaños y otras por falta de valentía.

Hay conceptos que están muy claros. El primero, reconocer que cada vez se da menos importancia a valores tan antiguos como la castidad, la fidelidad, la abstinencia y la responsabilidad. No es ningún secreto que nuestra juventud cada vez inicia antes su vida sexual. Desde edades muy tempranas pueden acceder a informaciones para las que, en contra de lo que suponen, nuestros jóvenes no están preparados. Los educadores de nuevo cuño y los partidarios de una mal entendida libertad, siempre sentencian que no se puede poner puertas al campo. Desde luego que no. Sobre todo cuando ese campo no está debidamente señalizado, bien cercado y bien labrado. Cuando da la sensación de no ser de nadie, los dueños pueden verlo ocupado contra su voluntad. Si hablamos de personas adultas, las consecuencias de vivir la sexualidad como una forma de satisfacer instintos, vengan de donde vengan, para nada contribuyen a enriquecer la verdadera personalidad de alguien responsable. A pesar de lo que se nos diga, no conozco ninguna mujer que habiendo abortado por la simple razón de rechazar al hijo que lleva en sus entrañas, cuando se enfrente a su conciencia, no sienta remordimientos. Lo contrario nos pondría ante un ser sin sentimientos. Hay que buscar la verdadera realidad. Cuando todo el mundo siente la necesidad de acudir a un referéndum que solucione sus aspiraciones ¿estaría España dispuesta a efectuar una consulta como la que ha aprobado el Senado argentino?

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