Avanzan por la calle a la sombra delante de mi. Son dos mujeres que pudieran tener mi edad, aunque esa es una apreciación siempre difícil de precisar. Caminan con sosiego, se diría que gozan del frescor de la mañana o de la animada conversación que mantienen. ¿O no será la pura compañía lo que las anima? Los dedos de la mano derecha de una entrelazan los de la mano izquierda de la otra. No debería ralentizar mi marcha ya que voy con prisa, pero algo me lleva a no adelantarlas, a seguir a su espalda lo suficientemente cerca para captar la muy placentera sensación de serenidad que me transmiten y, a la vez, no incomodarlas. Me doy cuenta de que soy un voyeur galante o, mejor, alguien que no ignora el valor de ese gesto tan sencillo y que al mismo tiempo es tan arduo de establecer.
Comenzar a ir de la mano suponía en mi juventud la confirmación pública de una relación que hasta un segundo antes era secreta o que, quizá, mantenía dudas sobre su propósito. Sellaba que una pareja comenzara a salir, la evidencia notoria del principio de algo. Hasta entonces el paseo de los niños en grupo, las manos que se echaban en trances que constituían pasajes complicados, eran apenas señas de solidaridad, de compañerismo infantil. Luego, cogerse la mano era el salto a una siguiente estación que abría las puertas de la edad adulta hasta que llegaba un día, sin saberse bien por qué, en que las manos se separaban para no volverse a entrelazar. La piel reseca, los dedos como sarmientos, el corazón aterido, el pensamiento en otra parte, suponían argumentos suficientes para inhabilitar el arrumaco que signó los paseos por la alameda o en el malecón cuando el calor de los cuerpos, los sueños compartidos, se transmitían de manera tan sencilla.