OPINIóN
Actualizado 05/08/2018
José Luis Puerto

Desde hace días, se percibe a lo largo y ancho de nuestra tierra esa peculiar algarabía vacacional que siempre trae agosto, como gran domingo del año que es. Se trata de una algarabía dominguera que parecería tener vocación de eternidad, como si aspirara a instalarnos en algún paraíso perpetuo, que nos librara de horarios, obligaciones, labores, compromisos? y otras mil ataduras con las que nos amarra y nos limita la realidad cotidiana.

Tal sensación de eufórica eternidad es, sin embargo, tan efímera, que, con el transcurso de las dos o tres semanas vacacionales, se diluye como esa espuma de los días, de que hablara el escritor francés Boris Vian, en su título homónimo.

Pero es bueno dejarse mecer por tales melodías estivales, que nos apartan de esas rutinas y obligaciones de la cotidianidad de casi todo el año. Porque tales melodías nos abren la perspectiva de otros territorios, de otros ámbitos en los que también se manifiesta la vida de otro modo.

Tales melodías son siempre variadas y polifónicas. Recorren toda la escala del existir y están ?a poco que estemos dispuestos a salir de lo trillado y rutinario? al alcance prácticamente de todos.

Paseos, caminatas; encuentros con amigos, paisanos y gentes con las que no nos vemos habitualmente; conversaciones con unos y con otros; lecturas que siempre vamos dejando aplazadas por falta de tiempo; pequeños viajes, para descubrir lugares que no conocíamos, o también para revisitar otros? Todas estas notas, todos estos melismas ?si se nos permite utilizar la analogía musical? forman parte de esa melodía veraniega, si queremos y nos lo proponemos, a nuestro alcance.

Porque lo extraordinario se encuentra muchas veces en lo ordinario, en aquello que tenemos ahí a mano y de lo que prescindimos por creerlo de poco valor; sin darnos cuenta (eso suele ocurrir a toro pasado) de que la plenitud se encuentra en lo pequeño, en lo humilde, en aquello que no hay que ir a buscar a ninguna parte, porque convive con nosotros.

De ahí que estemos todos invitados a esa melodía, a estar a su escucha, a participar en ella, a darle nuestra peculiar entonación, porque en ella nos realizamos y nos salvamos, nos purificamos también y trascendemos, de algún modo, todo aquello que vivimos.

La invitación a tal melodía, si lo pensamos bien, no es otra cosa que una invitación a la vida, a un existir en plenitud que está a nuestro alcance; pero nunca una plenitud grandilocuente, sino humilde y a nuestra medida, a la medida de lo que somos, a la medida de aquello que nos da sentido.

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