OPINIóN
Actualizado 02/08/2018
Redacción / Marta Martín Sánchez

La reciente negativa del gobierno a publicar la lista de los estafadores a hacienda ha sido una de las primeras incoherencias y decepciones en que ha incurrido el actual gobierno de Pedro Sánchez. Más concretamente, la crítica por ese paso en falso debe centrarse en la ministra de justicia, Margarita Robles, quien formuló en su momento la petición de esa publicidad al gobierno de Rajoy, seguramente a sabiendas de la pertinencia y la legalidad de la misma, como persona que es con larga experiencia política y judicial. En esto no voy a entrar, pues juristas como Pérez Royo y Martín Pallín han argumentado sólidamente este asunto, demostrando que se trataría de algo perfectamente asumible en una democracia, y así se ve en otros países. Entre otras, señalan esta contradicción: Hacienda sí ha divulgado, como es sabido, la identidad de los morosos. ¿Por qué estos sí y los defraudadores no? Si acaso, me atrevería a aportar un argumento adicional a favor de publicar la identidad de los defraudadores: ello podría ser algo disuasorio para frenar futuros fraudes, que quedarían así en evidencia pública.

En todo caso, este asunto nos remite a otro más general, a un problema mal resuelto por la democracia española: la delimitación del derecho al honor y a la intimidad de las personas frente, por otro lado, al derecho a la información, a la investigación y a la transparencia de las administraciones públicas. Y es un problema mal resuelto porque, en nuestra opinión, está mal planteado. Va implícito en esa ocultación de la identidad de los defraudadores ?y de los delincuentes en general? que la publicidad de sus sentencias o de sus hechos delictivos sería un menoscabo de su honor y de su imagen pública, cuando más bien eso se deriva de sus mismas conductas. La publicidad indicada no añadiría alguna penalidad más al sujeto afectado, pues el juicio público no se sitúa en el plano penal y de ningún modo es una condena definitiva, pues se juzgan unas conductas de personas libres que, por serlo, pueden cambiarlas.

Pero la escena política puede ir más allá en estos asuntos, cuando no sólo se oculta la identidad de los delincuentes sino que se impide la investigación y la acción judicial. La ley de amnistía de la transición impide investigar a cuantos miembros del Estado franquista cometieron graves atropellos contra simples ciudadanos y ciudadanas que solo pretendían ejercer sus derechos, expresar su disidencia o una identidad sexual o de otro tipo diferente. Pero la normativa sobre archivos hoy vigente no solo impide esa actuación judicial, contraviniendo los principios de la justicia internacional y las peticiones expresas y reiteradas del Consejo de Derechos humanos de la ONU, sino que veta la publicidad de la identidad de los responsables de esos crímenes y atropellos a los derechos humanos, ya sea como inductores, ejecutores o encubridores.

En estos momentos se están negociando sendas leyes en Navarra y en el País Vasco acerca del reconocimiento de los derechos de las víctimas de la violencia estatal durante los años de la transición democrática. Aunque es un tema aún sujeto a debate entre las fuerzas políticas, parece ser que se descarta a priori la investigación de los funcionarios policiales o gubernativos que hubieran podido incurrir en delitos de torturas o abusos frente a personas civiles. No vamos a ir más allá en nuestro análisis, a la espera del desenlace, pero al menos podemos adelantar una opinión básica: nunca se puede justificar un atropello señalando otro, ni puede ser la violencia del Estado nada que vaya más allá de lo que las leyes le permiten, según el viejo concepto de la violencia legítima. De otro modo, el Estado se coloca en el mismo plano fáctico y moral que los llamados terroristas.

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