La soledad de una noche de verano y el recuerdo de otra película de Jean-Louis Trintignant (igualmente dirigida por Michael Haneke) que volví a ver hace justo un año, en circunstancias aciagas que prefiero olvidar, me llevan a Happy End. Su continuidad con Amour es evidente, y el actor y su circunstancia son perfectos para abordar la incomunicación, el retraimiento, la vejez, la enfermedad. Asuntos que todo el mundo prefiere soslayar. Por eso el cine está vacío, como lo estaba aquella sala de estar. A sus 87 años, aquejado de un cáncer de próstata, el actor francés no puede más. Una larga carrera con más de 120 títulos que lo han convertido en un referente del cine europeo de los últimos tiempos se desvanece.
Cuando salgo del cine no puedo quitarme de la cabeza al actor atribulado que pasa la noche conversando con Maud, quizá la primera película de Eric Rohmer (Ma nuit chez Maud) que vi en 1970 a la que siguió, muy poco después, El conformista de Bernardo Bertolucci. Tiempos de una educación sentimental errática en las que este actor prolífico daba un registro muy diferente al del promedio, que reafirma en una reciente entrevista cuando sostiene: "Soy extremadamente tímido (?) No estaba hecho para un trabajo en público... Además, la fama nunca me interesó demasiado. La primera vez, hace gracia. Pero después ya no". Alguien que indudablemente era una estrella, pero que no tenía que ver con el star system.
Su conexión con Haneke en 2012 resultó virtuosa, pero el desgarro de la historia del matrimonio anciano no hizo sino proseguir en su propia vida hasta llegar al cierre del bucle que ha supuesto la película estrenada este verano. Trintignant declaró en la misma entrevista donde anunciaba su retirada: "Hace un año que no salgo de casa... No puedo leer, porque me estoy quedando ciego. Y los libros eran un gran placer. Veo la televisión, escucho música, duermo mucho. Me quedo en el sofá, reflexionando sobre las cosas buenas y malas. Sin hastío, por suerte? No lucho. Dejo que las cosas pasen". El actor y los personajes por él interpretados se funden certera y amargamente. El espectador, irónicamente, se sumerge en un espacio insondable de desesperanza.
El cine trae inexorablemente recuerdos imperecederos de muy diferentes etapas y momentos de la vida de muchas generaciones. Es también el reflejo de lo que pasa en la calle, en las relaciones humanas y en la cabeza de muy distintas personas. Los actores son iconos de todo este devenir, además de interpretar múltiples papeles no dejan de actuar en el teatro del mundo con el suyo propio. Por ello, ahora me resulta muy embarazoso ver en pantalla a Trintignant y saber de su vida privada pues sendas imágenes se funden, de manera que me resulta insoportable. De este modo cierro los ojos para retener en mi retina a aquel personaje balbuciente, timorato, intelectualoide a veces y dubitativo las más, que seducía con la palabra y el fulgor de su mirada.