OPINIóN
Actualizado 30/07/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Eran tiempos revueltos. La guerra estaba en la memoria de todos y sus huellas se veían aún en todas partes. Se exaltaba el espíritu de los sufridos súbditos como un modo de levantar los ánimos de la nación exhausta. Desde las calles polvorientas se oía un pesado sonsonete de palabras extrañas que se recitaba con desgana. Práctica excelente para la memoria que se convertía en la sustancia educativa de la época. Interesaba poco el razonamiento y estaba proscrita la crítica. Sucesión de nombres sin sentido, de reminiscencias lejanas y desconocidas que probablemente se repetían ante una mirada severa, rastro todavía de algún cargo medio en la milicia descoyuntada que había triunfado tras años de pesadumbre a los que habían seguido meses de celebración.

Eran tiempos revueltos. La guerra estaba presente y sus huellas aún no eran visibles en todas partes. Las facciones enfrentadas no tenían definido el terreno, el frente era inexistente. Las corazas era pesadas y el frío duro, pero las cabelleras rubias ondeaban al viento, en una lucha cuerpo a cuerpo que pese a todo permitía avanzar desde las heladas llanuras de ríos caudalosos e interminables hasta terrenos más templados. No era fácil mantener a los grupos disciplinados. Cada elección del monarca siguiente se convertía en una pesadilla de refriegas y de intrigas que se había convertido en tradición. Igual ocurría en el Imperio, ya desfalleciente, donde también la lucha era movida por facciones ávidas de poder y de riquezas. Muchas de ellas requisadas de palacios y basílicas por los brutos del norte, que no ofrecían ni piedad ni consuelo.

Eran tiempos revueltos. La guerra no estaba en la memoria de nadie y sus huellas ya no se podían ver en parte alguna. Se sabía que en algún lugar lejano había guerras y de hecho quien quisiera podía seguirlas casi en directo, mostradas con una pretendida claridad de ideas totalmente opuesta a la confusión de la realidad. Se decía que la gente huía y buscaba refugio, pero las puertas permanecían cerradas a cal y canto. Las vallas enhiestas para impedir entradas no queridas. Y la gente pensaba en otras cosas más cercanas y menos dramáticas. Algunos recordaban que había asuntos pendientes de resolver de ni se sabía cuándo, y muchos otros no querían saber dónde. También había cabelleras rubias, algunas ya canosas. Descendientes de alguno de esos guerreros de sangre roja a los que favoreció el destino y los cronistas, que cambiaron en su día mediante letras casi ilegibles de roja a azul, para distinción patricia y para asegurarse un futuro de bienaventuranzas. La bendición eclesiástica había confirmado en su día la elección divina. Por eso era inviolable, ya sin la capacidad de mando que sus abuelos habían tenido, pero sin posibilidad de amenaza ni castigo. Quienes ejercían la potestad era otros, tan limitados como todos los demás, o incluso peores. Pero eran quienes amparaban con tesón las veleidades de quien sucediera a los ilustres personajes que adornan la reluciente plaza, al oriente del enorme palacio afrancesado, como todo lo que valía la pena en aquellos tiempos mudables.

Eran tiempos revueltos. Tan revueltos que algunos ni querían reconocer que lo eran. Siempre ha sido difícil crear una familia y mantenerla, aunque más para unos que para otros. Para algunos las cosas venían dadas por simple nacencia, también la imposibilidad de que pasara nada. Era de interés general que nada ocurriera en contra de ellos. Por eso algunos defendían que el tan fastidioso Estado de Derecho y el imperio de la ley se detuvieran ante algunos dinteles, cualquier cosa fuera la que ocurriera dentro de tan dignos palacios.

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