Desmontando ficciones históricas (II)

Borrell II, heredero del conde Sunyer, pagó cara su libertad. No reconoció como soberano a Hugo Capeto y el rey franco no le envió socorros cuando Almanzor el Despiadado entró a saco en Barcelona e incendió la ciudad.

Su hijo y sucesor, Borrell III, unió todos los condados de la Marca al de Barcelona, subrayando la importancia de éste y, seguro de sus fuerzas, tomó parte junto con los otros reyes cristianos peninsulares en las guerras civiles de Al-Ándalus. Activa intervención que le llevó a participar en el asalto y saqueo del palpitante cielo cordobés en el año mil diez, dentro de una victoriosa campaña cuyo riquísimo botín le permitió apoyar el provechoso comercio catalán, enjugar en oro las penas de las iglesias mancilladas por Almanzor, y reconstruir las derruidas murallas.

Más a pesar de la pasión y del prestigio adquirido, no pudo evitar que cuando le llegó la hora suprema estallasen guerras fratricidas entre los condes, a las que se sumó con entusiasmo la desdichada población. Su heredero, el conde Berenguer Ramón I, intentó detener la espiral de violencia pero fracasó. Lo consiguió el obispo de Vic y abad de Ripoll actuando como embajador de paz.

El abad reunió en unas Juntas a los tres estamentos; nobleza, clero y pueblo llano para que de común acuerdo, estableciesen un antídoto para los contagios de muerte; las normas jurídicas que regirían la vida política y económica catalana. En el año mil treinta y cinco Berenguer Ramón I, con un pie en el sepulcro y la mirada en el más allá, repartió el reino entre sus hijos. Lo consideraba su propiedad particular.