Siguiendo el consejo del amigo José Luis Porto, compañero de columna, vuelvo a los clásicos ahora en verano. Y ¿qué más clásico que la Biblia? Sin embargo, su lectura, siempre interesante, me lleva una vez y otra a un charco de incertidumbres, sin duda por la cortedad de mi entendimiento.
En este caso el asunto es: ¿Hasta dónde llega la responsabilidad humana y hasta dónde la justicia divina? Leo en Deuteronomio (24:16) que "no serán ejecutados los padres por culpa de los hijos ni los hijos por culpa de los padres. Cada cual lo será por su propio pecado." Yahvé promete en ese libro, especie de código penal judío, elevar "en honor, renombre y gloria" a cuantos cumplan sus detallados mandamientos. Pero, en caso contrario, ello motivará una catarata, qué digo, toda una apoteosis de maldiciones y castigos: "? maldito serás en la ciudad y maldito serás en el campo (?). Maldito serás cuando entres y maldito serás cuando salgas, etc.". Un poco excesivo, quizás, pero de acuerdo hasta ahí: al que ha violado las reglas le corresponde el castigo. Más palos, muchos más, que zanahorias, pero para eso uno es dios, no la madre Teresa.
Ahora bien: Yahvé, preso de un furor desatado, muy poco olímpico, descarga sus amenazas, denuestos y condenas sin tasa, no sólo contra el transgresor, sino sobre su descendencia e incluso sus propiedades: "tus hijos y tus hijas serán entregados a otros pueblos y hará terribles tus plagas y las plagas de tu descendencia?, plagas grandes y duraderas, enfermedades perniciosas y tenaces"; ni siquiera el ganado se salva: "maldito el parto de tus vacas y las crías de tus ovejas"; ni los meros utensilios: "maldita tu cesta y tu artesa?". Llevado de tal vesania punitiva, el dios judío enuncia al fin la terrible amenaza, luego cumplida, que ha lastrado la historia de su pueblo desde entonces hasta hoy: su expulsión de la tierra prometida y su dispersión entre todos los pueblos del mundo: el Éxodo y la Diáspora. Una amenaza con un punto de refinado sadismo, pues se formula cuando el pueblo judío, errante durante décadas por los desiertos del Sinaí, aún no ha llegado al valle del Jordán. Un castigo pertinaz: tras el exilio en Egipto, el de Babilonia y luego el de los romanos, casi definitivo. Vicente Ferrer, Isabel y Fernando Trastámara, Stalin o Hitler, verbigracia, tienen buenos antecedentes: se podría decir que el primer antisemita es el propio Yahvé.
Ahí está la historia de Sodoma y Gomorra para mostrar que el dios judío no habla por hablar: son arrasadas totalmente por el supuesto pecado de desviación sexual de los hombres adultos, aunque pudiera haber allí algunos hombres justos y muchas mujeres y niños inocentes. Y como idólatras, esto es, adoradores de dioses no judíos, los pueblos ya asentados en Canaán (filisteos, fenicios) sólo merecen la destrucción y el exilio a manos de los judíos invasores, ya como pueblo elegido. Ese destino judío manifiesto ha condenado a este pueblo a una historia más bien penosa, aunque nunca se valorará suficientemente, por otro lado, la aportación de algunos de sus individuos a las ciencias, a la filosofía, a las artes y a la política. Pero la maldición bíblica parece que llega hasta hoy, de nuevo afectando a gentes sin culpa: otra vez usurpadores de una tierra habitada por filisteos (ahora denominados palestinos), después de ser forasteros en tierra extraña durante siglos, su Estado trata a estos y a los árabes en general como si aún estuviéramos en tiempos de Josué y de Sansón, o peor.
Sólo que ahora no les apoya el Yahvé del Sinaí, sino el dios luterano y masón que aparece en los billetes del dólar. Y la Sexta flota. De la "comunidad internacional" mejor no hablamos.