Mi competición favorita del año es el Tour de Francia, compendio de la épica contemporánea, sacrificio de los hombres a los hombres
No sabía que las victorias de un país en el Mundial provocaran la suspensión de los mecanismos de autocontrol e incitaran a las masas a expresarse con violencia, intimidación y fuerza en las cosas. Quizá sucedió que, al final de la noche en la que la selección francesa conquistó su segundo trofeo Jules Rimet (réplica del original), rebajado el efecto del alcohol y demás drogas, todos esos compatriotas distribuidos por las zonas monumentales de las ciudades, de las que solo se sienten legitimados para apropiarse en circunstancias triunfales como esta, despertaran del sueño y empezaran a mirarse los unos a los otros con cierto pavor y vergüenza encontrando, de pronto, los motivos que llevaban incubando durante años para sacudirse entre sí, saquear tiendas, cargar contra las fuerzas del orden,?
Aunque no lo crean, la euforia es una enfermedad, un desorden del estado de ánimo cuando se detecta en episodios esporádicos e injustificados tales como, lo siento, que el equipo nacional gane un mundial. Por más que intento comprender los fenómenos de identificación y atribución individual de los logros colectivos (en realidad de otros) y me esfuerzo en entender el valor simbólico del fútbol como enorme mesa de reuniones en la que quedan citadas nuestras sensaciones más primitivas dentro de un mínimo orden que evita que la infausta naturaleza humana se manifieste en todo su esplendor, no logro adivinar los motivos de tales comportamientos; tampoco que casi un millar de turineses se citaran a las puertas del centro médico al que debía acudir Cristiano Ronaldo para la protocolaria revisión previa a la firma de su contrato con la Juventus.
Para mi fortuna, el mes de julio es generoso en expresiones deportivas de un cariz bien distinto. Nada más empezar tenemos Wimbledon, la capital del protocolo tenístico, la expresión más natural del deporte como actividad de ocio. Sobre su hierba se han librado batallas excepcionales, duelos al sol de Londres marcados por el veneno de los intercambios y la nobleza del abrazo final. Poco más tarde comienza el Open Británico, un homenaje al golf que empezaron a practicar los pastores escoceses en el Medievo, con sus cayados como palo y los agrestes terrenos junto a la costa como campo de juego. Y si algo tiene el golf, además de una cada vez más injusta etiqueta elitista, es el respeto hacia quienes lo dominaron. A buen seguro, el recuerdo de Severiano Ballesteros, maestro montañés, recorrerá las calles de Carnoustie.
De todos modos, mi competición favorita del año es el Tour de Francia, compendio de la épica contemporánea, sacrificio de los hombres a los hombres; tal fue su génesis, unida a la de un periódico. La sofisticación de los medios de transporte no ha impedido que la bicicleta siga siendo el modo más bello y romántico de alcanzar un destino, el que mejor nos conecta con nuestro pasado rural, con lo mejor de nuestra tradición campestre. Por otro lado, el progreso, sinónimo de búsqueda desesperada de la comodidad, ha venido a reforzar, por contraste, la belleza del esfuerzo a todas luces absurdo de los ciclistas, la admiración por cada pedalada sin sentido, por cada rasguño, fractura o lacerante quemazón. En mi caso, aunque la mayor parte de la gente no pueda hacerse a la idea, también por cada kilómetro de entrenamiento entre la niebla, en invierno, o bajo la canícula, en verano.
Estos, los ciclistas, son los nuestros, hombres y no dioses, humildes y cercanos. ¿Jugaría un futbolista de élite tan cerca de la plebe, tan cerca que los pudieran llegar a tocar? En fin, beban y vuélvanse locos, para qué reprimirse, pero acuérdense de brindar por el ciclista.