Un pequeño parque cualquiera en una ciudad cualquiera de América o de Europa. Una tarde entresemana. No interesa el día. Hace calor. Niños, en cochecitos, aupados a sus padres, cogidos a los abuelos de la mano. Personas mayores que caminan con cuidado, que ocupan los bancos en la penumbra de las veredas. Algunas están solas, hay parejas que mantienen una charla sosegada. Palomas, patos. Álamos, castaños de indias, acacias, prunos, plátanos, sauces, robles, flores. Un kiosco central con un grupo que entretiene con canciones infantiles. No siento el fluir del tiempo. Sentado a la sombra, mi joven compañero de banco, en pantalón corto y con cascos, lee un libro. Pienso si es eso lo que echo en falta, si es que añoro algo para paliar el sentimiento desvalido. Todo está quieto, solo la brisa importuna a las ramas que se dejan mecer con recato. Ni siquiera la tormenta a la que el bochorno invita puede por el momento deshacer el equilibrio. Vivir sin leer, escribo.
Me cuesta entender el sentido de esta armonía en un mundo que bulle por doquier, que arrostra el conflicto como una secuencia ininterrumpida de actos violentos cuyo sentido pareciera ser insoluble, el cuento de nunca acabar. La guerra como culminación del apremio en que vivimos. Las banderas, los idiomas, el color de la piel, las creencias religiosas, la desigualdad económica enmarcan el escenario de la liza que se vuelve desasosegante. Desde la política al más mínimo nivel hasta los flujos financieros que no cesan de moverse. Desde la incuria del hambre hasta el brutal desamparo de quienes son excluidos sistemáticamente. Desde los sin trabajo hasta los doblegados por la violencia sin límite, sea del cuño que sea. Comprender ese desfase supone poseer una inteligencia que no tengo o una sensibilidad que una y otra vez se ahuyenta de mí. Se trata de la difícil conjunción entre la poesía y la prosa. Una contraposición que sé que es forzada, pero a mí me sirve.
Cuando llega mi turno de palabra en la conferencia a la que estoy invitado -no importa el sitio, no importa el tema-, se produce un silencio porque en mi cabeza se da una refriega entre aquellos asuntos aparentemente triviales y las supuestas sesudas cuestiones que explican la presencia de la audiencia y la mía. ¿Seguro que es así? ¿Por qué lo sé? Enseguida las palabras fluyen de mi, como siempre; de acuerdo con el guion preestablecido del relato atraen la atención, o eso creo, de los asistentes. Aunque todos los presentes lo saben, nadie tiene en cuenta la armonía de aquel lugar universal de árboles frondosos, de niños que juegan y mayores que hablan, o, simplemente sienten, sin darse cuenta, el manar parsimonioso de la vida del que también son testigo las aves y el estanque del parque. Yo tampoco. La perorata aflora de forma natural y todos nos ensimismamos con el frío diagnóstico de la realidad, las potenciales causalidades, los escenarios futuros a partir del conocimiento comparado.