Guillermo Castán Lanaspa
Activista por los Derechos Humanos
Como se sabe, los DDHH fueron solemnemente proclamados por la ONU el 10 de diciembre de 1948. Solemnemente proclamados, sí, pero sin unanimidad, ya que hubo 48 votos a favor y 8 abstenciones: las de los países comunistas, contrarios a formular el derecho a la propiedad privada de los medios de producción al mismo nivel que los demás derechos; la de Sudáfrica, a causa del apartheid, incompatible con los derechos que se proclamaban; y la de Arabia Saudí, pues increíblemente esa monarquía feudal desubicada mantenía la esclavitud. Además, hubo críticas importantes porque la ONU no definió ningún medio concreto para defender estos derechos, que quedaban así al albur de los poderes políticos concretos.
Además, en 1950 se firmó la Convención Europea para los Derechos y Libertades Fundamentales, y en 1961 la Carta Social Europea, aunque el paso decisivo se dio en 1966 con la proclamación por la Asamblea General de la ONU del Pacto Internacional para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC), que entró en vigor el 3 de enero de 1976 y al que en 2008 se habían adherido 160 países (España entre ellos). Otras muchas declaraciones específicas se han ido añadiendo a lo largo de los años para completar un panorama garantista que se quiere universal y válido para todos los rincones del planeta, a pesar de su evidente aroma eurocéntrico y occidental (lo que dará lugar a nuevos debates sobre lo adecuado de esta concepción en culturas muy distintas a las occidentales).
El derecho al trabajo, a la protección por desempleo, a la seguridad social, a un nivel de vida digno, a la sanidad, la educación o la vivienda (derechos de segunda generación que responden al anhelo de "igualdad" real, y no sólo formal) quedan aquí recogidos, y a cumplirlos se comprometen todos los estados firmantes.
Hay que reconocer, pues, que en la esfera jurídico-política y en la superestructura cultural, las diversas declaraciones de derechos han sido ampliamente aceptadas por los Estados, pero el cumplimiento efectivo es francamente deficiente, como es notorio no solo en el caso de los derechos civiles y políticos sino también en los DESC que acabamos de citar. Así es que se puede afirmar que los derechos humanos no se respetan completamente en ningún lugar del mundo. Las situaciones, desde luego, son muy diversas y no se puede comparar la de las democracias plenas con la que viven las poblaciones sometidas a regímenes autoritarios o directamente despóticos, que por definición niegan los DDHH y combaten a las organizaciones y personas que los defienden. Nuestra Europa, por ejemplo, espacio geopolítico y social afortunado donde los haya, está muy lejos de ser esa Arcadia feliz que algunos quieren dibujar; aquí la apariencia es ideal, pero la realidad muestra numerosos agujeros negros por donde los gobiernos e instituciones vacían de contenido algunos derechos con diversos pretextos: la homofobia, el racismo y la discriminación, el trato a los inmigrantes irregulares en las fronteras del sur, la violencia machista o el uso excesivo de la fuerza por la policía contra manifestantes pacíficos, a quienes se pretende restringir sus derechos de libre expresión, son muestras evidentes de lo que decimos, por no entretenernos en desgranar las graves desigualdades provocadas por las crisis económicas y por las políticas llevadas a cabo por los gobiernos europeos y la UE para remediarlas.
El último informe de Amnistía Internacional, publicado en febrero de 2018, alerta de nuevo de los inquietantes retrocesos y amenazas que se ciernen en el mundo sobre los DDHH, enfatizando una serie de puntos negros que convendría analizar: por ejemplo, el odio y el miedo han pasado de la retórica a la realidad, pues son muchos los gobiernos que han intentado aplicar políticas que normalizan la discriminación en gran escala de las minorías y los grupos marginados, retirando garantías de protección de los derechos humanos que ha costado mucho conseguir. El hecho de no poner coto a los crímenes de guerra y de lesa humanidad tiene la terrible consecuencia de hacer del mundo un lugar cada vez más peligroso. El vertiginoso aumento de la desigualdad está creando un clima propicio para el agravamiento de la división social? y los gobiernos, en lugar de abordar estos males básicos, reprimen a personas y organizaciones que deciden alzar la voz. Así es que la libertad de expresión va a ser un campo de batalla decisivo para los derechos humanos.
La realidad imperante exige a la ciudadanía consciente un esfuerzo de compromiso y de acción para salvaguardar aquellos derechos que tan trabajosamente se han ido enunciando desde finales del siglo XVII y que, como se ve, nunca se pueden dar como definitivamente conquistados.
En este sentido, Alain Touraine, veterano sociólogo y una de las mentes más lúcidas de los inicios de nuestro siglo XXI, ha señalado que para superar esta gravísima crisis la tarea más importante consiste en la reconstrucción de la vida social y en poner fin a la dominación de la economía sobre la sociedad, lo que exige el recurso a un principio cada vez más general e incluso universal, "que se puede llamar de nuevo los derechos humanos". Y esto es así porque, razona, los conflictos principales ya no se dan en el sistema de protección (mediante la lucha de clases propia de las sociedades industriales), sino entre una economía globalizada y la defensa de unos derechos que deben ser directamente humanos y no solamente sociales. Los grandes combates de la actualidad, concluye Touraine, se llevan a cabo, pues, en nombre de los derechos humanos o contra ellos.
Para salir de la crisis debe extenderse una democracia participativa renovada, lo cual solo será posible si comprendemos que únicamente la apelación a los derechos universales del sujeto humano puede detener la destrucción de toda la vida social por la economía globalizada. Y esto, afirma Touraine, solo se podrá conseguir por militantes y figuras ejemplares organizados horizontalmente, por la opinión pública y actores informados y decididos.
He aquí el optimismo del combatiente, la fuerza del militante, del activista que, encuadrado en organizaciones horizontales y autónomas, al margen de los aparatos del Estado y del calor que irradian los centros de poder en la sociedad actual, desarrollando una tarea consciente y lúcida en un contexto entre iguales, dedica esfuerzos por lograr un mundo mejor tratando de superar las miserias actuales y las catástrofes que se avecinan. Pues reivindicar hoy los DDHH como principio rector abriría un campo inclusivo de la inmensa mayoría para avanzar hacia una sociedad más libre e igualitaria y hacia una democracia más participativa.