OPINIóN
Actualizado 25/06/2018

En uno de los luminosos e incisivos artículos que escribía con frecuencia el Profesor Tortella en el El País hace algunos años, ponía en discusión la apuesta política respecto a la inmensa inversión en la red de trenes de Alta Velocidad Española. Es evidente que a Salamanca ha aprovechado poco este debate, porque a lo que a los provechos se refiere nos cae un poco de lado: en lugar de un Ave, nos ha tocado en el reparto un Avecillo, por mucho que paguemos -la mayoría- nuestros debidos impuestos.

Es lo que tiene ser ciudad respetable, pero situada, no en mitad de ninguna parte, sino fuera de las rutas beneficiadas por la autoridad competente. En rutas importantes no cabe duda que está, pues es sabido que por aquí pasa el camino más corto entre Francia y Portugal, aunque algunos gobiernos centralistas no quisieran reconocerlo, y a algunos políticos salmantinos les convino más quejarse de asuntos de la rama de documentación y archivos, antes que de decisiones que dejaban medio incomunicada a nuestra universitaria ciudad y complicaban la llegada de la sapiencia foránea.

Pero mi frustración no viene por eso, por mucho que hubiera causa suficiente. Ya estamos acostumbrados a tener lo que hay, y a conformarnos con ello, a fuerza de repetir que estamos en la mejor ciudad del mundo, como si nadie de nosotros viajara y no supiera ver lo que otros tienen y aquí falta. Bien está, mientras nos sirva al mismo tiempo para no dormirnos en el intento de superar nuestras limitaciones y de mejorar nuestros procedimientos, antes de que instancias externas bien documentadas nos metan con alguna razón un dedazo en el ojo.

La frustración de la que hablaba y que me tiene en un sinvivir necesita algunos párrafos para una explicación cumplida, y me lleva a añadir un argumento más a los de la conformidad con lo que tenemos. Viene el asunto al caso, porque un día de esta semana pasada, como niño con zapatos nuevos, me tocó viajar fuera de la provincia. En el tren que me llevó a Madrid intenté recuperar el sueño escaso, no sin gran dificultad, ya que ni los asientos se reclinaban, ni mi cabeza se sostenía. O sea que debí dar el espectáculo a unas muchachas contiguas, a las que, cada vez que me despertaba con el correspondiente cabezazo, dedicaba yo mi más gentil sonrisa.

No está aún en ello la frustración reiterada, porque como he dicho, uno es de buen conformar. Que se va cayendo la cabeza, pues las mismas veces se va levantando y ancha es Castilla. Ciertamente será ancha, aunque lo parezca cada vez menos, porque ya en Madrid, tras el delicioso trasiego de estación a estación, uno llega a alcanzar el cielo con las manos, y lo que hasta ahora había sido un mero amago, llega a ser gloria bendita. Me refiero a que uno llega al anhelado Ave. Eso es otra cosa: los asientos se reclinan, la comodidad es absoluta, la gente se pone en una especie de trance, como si ese tren veloz se moviera con el combustible de la concentración propia de los que están en éxtasis.

Mis intentos de dormir ya habían precluído, y en las pocas horas que quedaban para dejar Castilla atrás lo que mi conciencia me prescribía era ordenar las ideas para la conferencia de la mañana siguiente, en un lugar poco confesable, si los que me leen quieren tomarme en serio. Les prometo y hasta les juro que esta semana pasada he dado una conferencia en Marbella, y no al modo fransciscano a los hermanos turistas y a las hermanas playas, sino a unas juristas sesudas que tuvieron a bien ir a escucharme. Ninguna frustración hubo tampoco en eso, por lo menos por mi parte.

La cuestión surgió ya antes de emprender el raudo camino, cuando iba sacando yo mis papeles, a la vez que rezaba mi cotidiana oración -por cierto, de muy exigua eficacia-, por la que le rezo al santo del día para que me deje libre el asiento de al lado. Manías que tiene uno, en cuanto ha ampliado su envergadura, que pudieran contarse entre los pecados veniales de los que no tengo inconveniente alguno en arrepentirme. Esa tampoco fue súplica que me fuera concedida, así que se me sentó a mi costado mismo lo que en Chile hubieran llamado sin necesidad de demasiada reflexión: una buenamoza. Tampoco aquí verán ustedes motivo alguno para la frustración, en lo que desde luego yo estaría de acuerdo.

Pero fue tomar el lápiz para hacer mis subrayados juiciosos, y agarrar la joven su teléfono móvil hasta la llegada puntual a destino. Y no fue una maniobra sólo formal, de compostura estética, sino que le dio a las teclas necesarias para no parar todo el rato de hacer llamadas urgentísimas. El vagón entero, por supuesto, estaba metido en la conversación y hasta diría que en vilo, porque la situación que se nos fue representando tenía poco de buena.

Mi sentido común me aconsejó meter los folios en su carpeta y el lápiz en su lugar, porque ahí nada había que hacer sino seguir atentamente el drama que estaba ocurriendo. Hilando una cosa con otra, los que ahí estábamos pudimos ir deduciendo que ella ultimaba la organización de un concierto fundamental que debía tener lugar al día siguiente, y así nos fuimos enterando de que ya a esas alturas todo quedaba aún por hacer. Que no había llegado no sé qué aparato, porque quien fuera no lo había remitido todavía; que la tenían a ella de intermediaria en lugar de comunicarse por la vía directa, y tantas otras sabias razones que nos tuvieron todo el viaje asintiendo. Esa chica iba teniendo más razón que una santa y la proclamaba con toda la razón a alta y muy clara voz.

Y he aquí el problema de las velocidades: uno llega a destino antes de tiempo, así que, cuando tocó levantarnos y salir, la historia se nos había quedado a medias. No podemos negar que la muchacha peleó lo indecible por arreglar lo que no tenía ni pies ni cabeza, pero casi dieron ganas de decir al maquinista "llévenos usted cien kilómetros más allá, para ver terminada la diestra faena de aliño a la que ha estado dedicada todo el viaje esta bienaventurada viajera", y así poder quedarnos mucho más tranquilos sus ansiosos y entregados acompañantes.

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