Y la dejé allí, me dolió en el alma pero la dejé allí, masticando la tremenda magnanimidad del espacio, la soberbia plenitud del desprecio humano. Soy culpable porque la dejé allí, aunque allí quedó también mi mirada melancólica y, aunque no me atreví ni siquiera a tocarla, a que la piel de mis dedos rozara el sol mielado de su textura frutal, al menos le ofrecí sinceramente una mirada compasiva, mitad temblor, mitad poesía. Cientos de miradas se posaban impertinentes en otros tantos artículos pero todas pasaban de largo, sin reparar en aquella manzana solitaria en su cubículo de plástico perfectamente ceñido a su vientre de trigo y ocaso primerizo. En el Súper, entre diablos de inútiles cartonajes e inservibles embalajes, aquella manzana sola y victoriosa se alzaba en el centro de un oscuro panal, como una Agustina de Aragón despechugada y rolliza, déspota, engreída, solemne, henchida de orgullo y prosopopeya.
Porque estaba en el Mercadona y me daba corte que si no le monto un Club de Fans.