OPINIóN
Actualizado 21/06/2018
Celia Corral Cañas

Desde esta habitación relativamente cómoda nos dedicamos a colocar el dedo en la grieta de la pared, a pelearnos por saber en qué lugar colocarnos los zapatos, en qué momento subimos y bajamos las persianas, cómo repartirnos los cajones del armario, quién le da cuerda al reloj. Nos enfrentamos como podemos al vacío.

Y cómo no nos va a importar, si los cajones están siempre tan mal repartidos y se trata de nuestras pertenencias, de nuestro armario. Y cómo no vamos a señalar la grieta, si anticipa la deconstrucción de un mundo. Y cómo no vamos a valorar nuestro tiempo, si es todo lo que tenemos. Y cómo no tratar de huir sin mover los pies, cómo no cerrar los ojos si en el fondo.

Y así, desde esta relativamente incómoda habitación olvidamos que hay personas perdiendo la vida al cruzar el pasillo para llegar hasta aquí, fingimos no escuchar los golpes en la puerta (puerta que solo abrimos para sacar nuestra basura, para desplazar nuestra mierda a otro lugar, allá adonde no podamos verla, allá donde el olor no nos alcance), los aullidos desesperados. Y cuando al fin decidimos abrir un instante, hay incluso quienes intentan pillar los dedos que se aferran al marco de la puerta, arrancar de cuajo su esperanza.

Desde esta pacífica habitación en constante conflicto, ignoramos la sangre en el salón, el hambre en el vestíbulo, la nube espesísima en el jardín, la montaña de cadáveres en el sótano. Es fácil porque hay paredes, porque la ventana mira hacia otro lugar. Es fácil no ver lo que no se puede ver, lo que no se quiere ver.

Y a veces, solo a veces, nos sorprende la idea de que no solo es nuestra la casa que habitamos, sino también la que podríamos habitar.

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