OPINIóN
Actualizado 20/06/2018
Carlos Aganzo

El vertiginoso cambio político habido en España recientemente registra facetas muy diversas que dan pie a jugosos análisis: el empecinamiento de Mariano Rajoy a la hora de asumir su responsabilidad al frente de un partido condenado por corrupción; la deslealtad estratégica del PNV; la audacia del secretario general del PSOE que había recuperado su puesto tras una crisis interna del partido especialmente delicada; la entrada en razón de Podemos que corrigió su tozuda negativa a apoyar al candidato socialista a la presidencia de gobierno hace año y medio; el coraje de Pedro Sánchez al optar por un gobierno monocolor minoritario; la sensatez de este en el nombramiento del nuevo gabinete con signos inequívocos de sensibilidad en la cuestión de género, innegable europeísmo y experiencia. Los movimientos siguientes no han podido ser menos interesantes como lo evidencian la propuesta de distensión en el contencioso catalán, la atención humanitaria a los migrantes, el tema del Valle de los Caídos y la resolución inmediata de la primera crisis ministerial.

Màxim Huerta ha sido el ministro de más breve andadura desde 1977 hasta la fecha. Un viejo asunto de su vida profesional en el mundo de la comunicación le había llevado a seguir una práctica, al parecer habitual en su medio laboral, de usar una sociedad mercantil para aligerar la carga impositiva que su actividad periodística generaba. Descubierto el gazapo en su momento por la inspección de Hacienda, Huerta tuvo que resarcir el fraude pertrechado cubriendo la correspondiente pingüe multa. Aquí paz y después gloria. Pero había quedado un fleco. Cuando el flamante presidente socialista lo incorporó a su equipo, con la sorpresa de muchos, nadie pareció acordarse de ese cabo suelto. Solo los rastreadores del pasado encontraron la mácula que, inmediatamente, confrontaron con las palabras que Sánchez dijo en algún momento desde la oposición. Entonces señaló que un hipotético caso que se diera en su entorno con las características que ahora se veían reproducidas no sería aceptable bajo ningún concepto. El fleco en la vida del periodista acabó con su incipiente carrera política.

Mi interlocutora da un sorbo a su café sin azúcar. Acaba de contarme una amarga historia personal que la agobia mucho, aunque a mi juicio es un asunto banal. Tener cuentas pendientes, me dice, no solo no la deja dormir, sino que es incapaz de evaluar adecuadamente el reparto de responsabilidades. El surgimiento de la desconfianza se ocasiona a veces gracias a una secuencia de pequeños hitos, pero en ocasiones basta con un solo gesto. Son equívocos que nunca se aclaran, a lo mejor porque no hay interés en hacerlo o por pura incapacidad en el manejo de las relaciones interpersonales. Sin embargo, sé que somos muchos quienes acumulamos viejos legados con flecos inefables. Imponen dinámicas de olvido voluntario que pueden reaparecer cuando menos se desea porque otros los atizan o uno en el profundo silencio de la noche, desvelado, siente el peso de la culpa. Agobiada entonces por su ansiedad solo puede balbucir que todos tenemos flecos.

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