Canadá es un país exitoso que con paciencia ha logrado construir instituciones para regular sus conflictos internos y las tensiones existentes en una sociedad especialmente compleja por la gran diversidad de grupos que la integran. Ha resuelto razonablemente el contencioso que casi le hizo zozobrar por las exigencias del independentismo de Quebec y ha confrontado, de manera ejemplar, el crisol multicultural que se ha venido configurando a lo largo del último medio siglo. Ello se da en un país que es el segundo en el mundo por extensión y que cuenta con una población de 36,2 millones de habitantes que viven en un medio con una meteorología hostil durante casi todo el año y en gran parte de su territorio. Asimismo, cuenta con un gobierno decente que acaba de organizar la cumbre del G-7 y que ha tenido que aguantar diplomáticamente los insultos y el desprecio de quien ostenta el Poder Ejecutivo de su vecino del sur.
La humanidad está acostumbrada desde sus orígenes a moverse por el planeta. La búsqueda de recursos para la subsistencia, de refugio frente a las inclemencias del tiempo, de un lugar seguro ante las persecuciones de enemigos, están en el origen de los desplazamientos humanos. También juega un papel importante la demanda de aventura, la curiosidad por conocer más allá, la inquietud del comercio. Estos procesos conllevaron la mayor parte de las veces violencia, diversas formas de asimilación no deseada, sojuzgamiento, desaparición de grupos humanos, de culturas. Como resultado, poco a poco, se ha ido configurando un mundo más mestizo, pero también menos diverso. A la par, el avance del estado de derecho y del desarrollo de una sociedad internacional sujeta a reglas suavizó la dureza del fenómeno migratorio, como comenzó a denominarse. Sociedades como la canadiense, supieron articular la heterogeneidad y, a la vez, sus economías crecieron brindando oportunidades para una vida mejor a millones de personas. Otras se encuentran paralizadas por el miedo a los migrantes.