OPINIóN
Actualizado 13/06/2018
Carlos Aganzo

Canadá es un país exitoso que con paciencia ha logrado construir instituciones para regular sus conflictos internos y las tensiones existentes en una sociedad especialmente compleja por la gran diversidad de grupos que la integran. Ha resuelto razonablemente el contencioso que casi le hizo zozobrar por las exigencias del independentismo de Quebec y ha confrontado, de manera ejemplar, el crisol multicultural que se ha venido configurando a lo largo del último medio siglo. Ello se da en un país que es el segundo en el mundo por extensión y que cuenta con una población de 36,2 millones de habitantes que viven en un medio con una meteorología hostil durante casi todo el año y en gran parte de su territorio. Asimismo, cuenta con un gobierno decente que acaba de organizar la cumbre del G-7 y que ha tenido que aguantar diplomáticamente los insultos y el desprecio de quien ostenta el Poder Ejecutivo de su vecino del sur.

La humanidad está acostumbrada desde sus orígenes a moverse por el planeta. La búsqueda de recursos para la subsistencia, de refugio frente a las inclemencias del tiempo, de un lugar seguro ante las persecuciones de enemigos, están en el origen de los desplazamientos humanos. También juega un papel importante la demanda de aventura, la curiosidad por conocer más allá, la inquietud del comercio. Estos procesos conllevaron la mayor parte de las veces violencia, diversas formas de asimilación no deseada, sojuzgamiento, desaparición de grupos humanos, de culturas. Como resultado, poco a poco, se ha ido configurando un mundo más mestizo, pero también menos diverso. A la par, el avance del estado de derecho y del desarrollo de una sociedad internacional sujeta a reglas suavizó la dureza del fenómeno migratorio, como comenzó a denominarse. Sociedades como la canadiense, supieron articular la heterogeneidad y, a la vez, sus economías crecieron brindando oportunidades para una vida mejor a millones de personas. Otras se encuentran paralizadas por el miedo a los migrantes.

Bertolt Brecht, que tuvo que dejar Alemania para ir a vivir a Dinamarca y a Estados Unidos en la década de 1930, nominó a los migrantes "mensajeros de desgracias". Puso así el dedo en la llaga del porqué de su repudio moderno. La desgracia que nadie quiere percibir ni menos escuchar viaja con gran parte de ellos. Una cosa es ver en televisión o leer en titulares sobre el conflicto armado en oriente medio, un desastre natural, una hambruna o la calamidad del mal gobierno de Venezuela, pero tenerlos en casa o a sus puertas es otra historia. Su tribulación es solo suya y el problema parece no concernir a nadie más. Como mucho es una cuestión de seguridad. Hay sobrados testimonios públicos de ello de figuras políticas preminentes. El líder del gobierno italiano, Matteo Salvini, es el último. Hoy, 629 migrantes se hacinan desesperados en el limbo del Mediterráneo en el buque "Aquarius", otros mueren periódicamente en el estrecho de Gibraltar. Mensajes de adversidad que resultan insoportables y que requieren actuar ya.
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