OPINIóN
Actualizado 09/06/2018
Ángel González Quesada

"Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar
van a cagar a casa de otra gente
y experimentan nuevos métodos de masacrar,
sofisticados y a la vez convincentes."

J.M. SERRAT, Algo personal (1983)

La última ocurrencia de la muy plañidera Unión Europea, que no acaba de enjugarse las lágrimas por el Brexit y los temblores por la amenaza antieuropeista de algunos ministros italianos, ha sido la de retomar las viejas costumbres de construir campos de concentración fuera de su territorio para, dicen, albergar en ellos a los migrantes que les sobren. La "idea" consiste, según los portavoces de esta Europa cada vez más reaccionaria, en "abrir centros de asilo en un país situado en el continente, pero fuera de la UE". Austria, Holanda, Dinamarca y Alemania, y en breve los restantes países, han iniciado las conversaciones para instaurar la enésima barbaridad de las que constantemente generan estos desalmados gestores de la vida de una ciudadanía cada vez más alejada de ellos, de sus cuentas de resultados, de su siembra de miseria, de su altivez y de su profunda ceguera hacia lo que significa la buena política.

Remedando, tal vez con burla y sí con escarnio, la antigua y brillante ocurrencia del ínclito Bush Jr. creando el centro de torturas de Guantánamo fuera del territorio estadounidense, o recordando aquellas prisiones francesas situadas en Guyana, o las inglesas de Australia, donde se enviaban, hacinaban y amontonaban (y eliminaban) los "desperdicios" humanos en el siglo pasado pero, sobre todo, con una conexión muy directa con los campos de concentración alemanes situados en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial (Auschwitz-Birkenau, Belzec, Treblinka, Majdanek, Sobibor...), o aquellos en que murieron de mala muerte cientos de miles de republicanos españoles (Gurs, Argelés-sur-Mer, Rivesaltes...), la Unión Europea planea instalar campos de concentración de migrantes para encerrar (¿a malvivir, a malmorir?) a quienes pretendan entrar a vivir en los países de la Unión sin el correspondiente permiso, visado, autorización, interés, complacencia, dinero, contrato o enchufe que les permita el derecho de comer, pensar, respirar, amar, mirar o esperar; o simplemente vivir tras unos muros cada vez más levantados por la indignidad, la inhumanidad y la xenofobia.

Las políticas de expulsión de extranjeros se han convertido en bandera de una Unión Europea engolosinada por sus déficits y sus repartos. Las órdenes de expulsión de migrantes, huidos o perseguidos, tras internamientos y tratos indignos que atentan contra cualquier derecho humano (y en eso España es referente, lamentablemente, con sus vallas, pelotas de goma, leyes de extranjería, disparos al que nada o escala, expulsiones en caliente...), se usan como moneda de uso corriente de gobiernos europeos ninguno a la altura de la decencia, el humanismo y hasta la vergüenza. El derecho de asilo, que tendría que ser columna de base de la construcción de la identidad de Europa, ha sido abaratado por una maraña de obstaculizaciones legales pero ilegítimas, intereses económicos espurios y leyes coactivas. La siembra interesada en el imaginario colectivo de desconfianza, sospecha, acusación y recelo contra el extranjero, está sumiendo a las naciones que se llaman "desarrolladas" en pozos centrípetos donde el egoísmo se extiende, el individualismo insolidario prima sobre el altruismo, el desprecio triunfa y la más cruel indiferencia posibilitan que los patricios del dinero planeen y lleven a efecto la construcción de estos mal llamados "centros de asilo".

Si en lugar de pensar, diseñar, acordar y gestionar políticas de acogida, respeto, cuidado, ayuda, asilo e igualdad para con los migrantes, la única idea de los ampulosos comisarios y parlamentarios europeos (y los gobiernos que los apoyan), es construir en pleno siglo XXI centros de amontonamiento de personas (campos de concentración, llamémoslos por su nombre) que no han cometido delito alguno ni son contendientes de ninguna guerra sino víctimas de la injusticia, es ya lo suficientemente cruel y detestable, el detalle de hacerlo "en países situados en el continente pero fuera de la UE" es tan despreciable como ignorante de la historia de Europa, su mera posibilidad tan abyecta, repugnante y vil que define con prístina claridad la profunda naturaleza despectiva en que está asentada una Unión Europea que si hoy cierra puertas a la solidaridad y, hacinando personas en países ajenos pretende alejarse del hedor de su propia ruindad, no podrá, desde los ojos de la humanidad, desde los valores del civismo y desde las manos de la generosidad, que figuren ya para siempre en el frontispicio de su reluciente fachada las banderas de la indignidad.

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